La vieja fórmula norteamericana

La vieja fórmula norteamericanaHablar de Estados Unidos supone ciertas “pasiones”, sobre todo para quienes encabezamos su lista negra. Pero cuando lo que se pone en tela de juicio refiere los procesos reales y concretos que han acompañado y acompañan a la política exterior norteamericana, pareciera imposible alejarse de reflexiones maniqueas.

La imagen que se tiene hoy de ese país, si bien simboliza su poder de omnipotente y todopoderoso, también retrata su carácter agresivo y belicista. Los constantes conflictos generados por las administraciones estadounidenses en el mundo entero, y la influencia en otros que aparentemente nada tienen que ver con la nación de Abraham Lincon, han configurado por años la agenda política norteamericana en materia internacional. El blanco más reciente es Siria.

Todo cuanto ha hecho Estados Unidos como parte de su política externa, encuentra justificación en el manido lema de integridad y seguridad nacional, fortalecido después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la vocación expansionista norteamericana se esbozó desde antes y durante el fragor de la guerra por la independencia.

Ya desde 1767, Benjamín Franklin escribía acerca de la necesidad de colonizar el Valle del río Misissippi para usarlo en la expansión hacia el Caribe con el objetivo de apoderarse de las ‘islas del azúcar’, más adelante Tomas Jefferson refirió que en caso de guerra entre potencias europeas la nueva nación debería apoderarse de Cuba –por necesidades estratégicas de proyecciones geopolíticas-, en estrecha relación con las concepciones de John Adams, que hacia 1783 expresaba que las islas del Caribe constituían apéndices naturales de las tierras norteamericanas.

Precisamente unos años antes, el mismo John Adams había expresado la doctrina del Derecho Natural que inspiraría luego, en 1845, a John Gullivan a justificar el expansionismo que planteaba el principio del Destino Manifiesto.

Durante la primera mitad del siglo XIX, mientras se desarrollaba un proceso acelerado de crecimiento económico y se gestaban las contradicciones que harían estallar la guerra entre el Norte y el Sur estadounidense, continuaban en las altas esferas norteamericanas las reflexiones en torno a la necesidad y el interés nacional de expandir el territorio de la nación. Tales disquisiciones se mezclaban románticamente en unos casos, abiertamente en otros, con aquellos ideales y valores que conformaban el universo simbólico de la recién nacida sociedad civil norteamericana.

Por estas décadas se hace cada vez más explícita la proyección geopolítica del nuevo Estado. En el año 1823 ven la luz la Política de la Fruta Madura y la Doctrina Monroe; una, ondeaba la tesis del fatalismo geográfico, y la otra planteaba explícitamente las aspiraciones geopolíticas de los Estados Unidos con respecto a todo el continente americano.

Luego de la confrontación Norte-Sur, el país entra en un período de bonanza, a tal punto que la economía norteamericana afianza su despunte como la principal economía mundial.

Es entonces que los intereses económicos comienzan a imbricarse con las aspiraciones geopolíticas, una fórmula que ha trascendido espacios y tiempos, apoyada en la falsa creencia de que la nación norteamericana está llamada a ser el faro de la libertad para el resto de la humanidad. Así, las reales pretensiones de liderazgo mundial a cualquier precio se disfrazaron de generosidad.

Aquella nación, que en principio “solo luchaba por su soberanía” intentando aislarse de Europa, luego comenzó a expandir su influencia y su fuerza por tierras cercanas “solo para mantener la seguridad de su territorio”, y se incluyó en conflictos internacionales “únicamente para salvar a la humanidad de los poderes extremistas”; se ha erigido finalmente como mandatario internacional, y no lo hizo al servicio del resto de las naciones, sino más bien con le ímpetu de acabar con ellas.

Por: Arailaisy Rosabal García/ Colaboradora de Radio Cadena Agramonte