nacionales

Diez de Octubre de 1868, el arranque hacia la independencia

La Demajagua en octubre de 1868 era un viejo ingenio con poco más de diez caballerías de caña y una máquina de vapor inglesa de 30 caballos de fuerza (recién comprada), dos trenes, un alambique y un batey en el que sobresalía la residencia de su dueño (un bohío más grande y confortable que los demás), el abogado y terrateniente bayamés Carlos Manuel de Céspedes, fue el escenario de los hechos. La finca está situada al borde del Golfo de Guacanayabo, un paisaje espléndido de una belleza natural que aún hoy es posible de verificar.

Desde dos días antes ya se había convertido en el cuartel general de Céspedes y los rebeldes manzanilleros que lo secundaban. Desde la casa vivienda partieron, la víspera, emisarios a Caridad de Maraca, en Vicana, al suroeste, para transmitir la orden del levantamiento. Allí comandaba Pedro de Céspedes, el hermano menor del clan. La cita era en la sierrita de Naguas, en las estribaciones de la Sierra Maestra.

El ajetreo desde el día 9 se hizo más intenso. Varias partidas de involucrados arribaron y acamparon en el batey. Las encabezaban jefes de la comarca manzanillera, los Izaguirre, los Zuástegui, los Masó, Calvar y otros hombres afines a Carlos Manuel de Céspedes. Según testigos presenciales eran aproximadamente unos doscientos hombres.

Las decisiones habían sido tomadas desde días antes (en contra de la posición de algunos jefes orientales de la conspiración aún reticentes a alzarse el día 10). En la noche del 9 de octubre sólo se dieron los retoques finales del pronunciamiento patriótico. Céspedes ordenó a la dotación de esclavos del ingenio tocar sus cantos afrocubanos y, en el interior de su casa, arrodillado ante la Virgen de la Caridad, juró luchar hasta morir por lograr la independencia de Cuba. Si a estos dos gestos altamente simbólicos, el de los cantos del mestizaje cultural y étnico, y la oración católica, unimos el importante dato de la membresía en la masonería de los principales conjurados y de su jefe, además del ideario liberal-radical de Céspedes, tendremos, en un solo haz, un conjunto de símbolos que dan mucha información para interpretar adecuadamente los orígenes de nuestro esfuerzo independentista. Sobre estos indicadores la historiografía aún tiene mucho que indagar.

En las primeras horas del amanecer del 10 de octubre entran en La Demajagua los jefes Bartolomé Masó, Juan Hall y doscientos hombres montados, completando así el primer campamento de Cuba Libre. Después de las últimas deliberaciones entre los jefes del levantamiento, el tañir de las campanas del ingenio convocó a los complotados a la explanada del batey. Serían sobre las diez de la mañana. Céspedes, jefe de la revuelta que en pocas horas se transformará en una potente revolución abolicionista y republicana, se dirigió a los presentes. Allí, en magnífico cuadro de integración de la nacionalidad cubana, negros y blancos, esclavos y hacendados, pequeños propietarios rurales y libertos, se unieron para gestar el primer día de la patria. Se mostró una bandera antes desconocida y se juró la Declaración de Independencia, el documento que argumentaba al mundo las causas de los rebeldes para lanzarse a la lucha.

Acto seguido Carlos Manuel de Céspedes se dirigió específicamente a sus esclavos declarándolos absolutamente libres e invitándolos a convertirse en soldados por otra libertad más importante que la simple libertad individual, la de la patria que allí alumbraba. Comenzaban a dejar de ser esclavos para convertirse en hombres que mezclarán, poco mas adelante, su sangre con la de sus antiguos amos. Era un gesto para todos los tiempos y para subrayarlo y darle fuerza histórica, la proclamación de la abolición se hacía desde la posición de insurrección armada, es decir, en abierto y mortal enfrentamiento contra el poder colonial. Los demás dueños de esclavos siguieron el ejemplo.

Aquellos hombres no tuvieron plena conciencia de que estaban protagonizando el acto más sublime de la historia de su pueblo. Acaso sabían que tomaba una decisión temeraria y que la batalla que emprendían sería ardua y sangrienta. Buscaban la libertad de los cubanos, de Cuba como nación. Visto a la distancia del tiempo fue una mañana llena de luz, de la luz del Caribe y de la otra, la de la Historia.

El resto del día se consumió en continuar los aprestos militares y en recibir información de los pasos seguidos por las autoridades españolas de Manzanillo, donde Céspedes tenía reclutados dos oficiales, uno del ejército español y otro de la policía. Cuando se hace el recuento de las armas de fuego de que disponen, los patriotas se percatan de que sólo reúnen treinta y seis fusiles, el resto son armas blancas y lanzas de madera con la punta aguzada; el machete de las labores agrícolas era evidentemente el arma mayoritaria de aquel abigarrado Ejército Libertador.

En las primeras horas de la madrugada del 11 de octubre, en la negrura de la noche, el contingente embrionario de ese ejército bisoño parte decidido y quijotesco hacia el poblado de Yara y hacia la Historia.

Cuba nunca fue la misma después del 10 de octubre de 1868. La revolución detonada por los liberales más radicales del extremo oriental del país estableció una ruptura en el decursar histórico de la colonia española con su vetusto sistema de plantaciones y esclavitud.

Fue una insurrección que costó miles de vidas y que destruyó la mitad del país, pero que sembró en aquel mar de sangre la semilla de la independencia y la aspiración a la república soberana. Al único rincón de Latinoamérica adonde no había llegado el impulso bolivariano comenzaba a sacudirlo el movimiento de la revolución cespedista, independentista, patriótica y abolicionista. (Tomado de Cubadebate)