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La isla en seis cuerdas

La Habana, 4 abr.- Es poco probable que los turistas del mundo entero que disfruten el sabroso Son de la loma, de Miguel Matamoros, sospechen que en esa conocida pieza, hecha para hacer temblar el piso, está el ADN de la vieja trova cubana.

Cuba es tierra de trovadores, especialmente en su parte oriental, y el “horcón” del célebre trío, santiaguero de pura cepa, era el primero en saberlo, así que varios de esos sones suyos ya legendarios partieron de las esencias de la guitarra cómplice y el angustioso requiebro.

Otro santiaguero, el sastre y compositor Pepe Sánchez, lideró en el último tercio del siglo XIX el movimiento de la trova primigenia, pero es tal la raíz del fenómeno que nada menos que Carlos Manuel de Céspedes, el mismísimo Padre de la Patria —coautor de La Bayamesa junto a Francisco Castillo y José Fornaris—, está inscrito también como padre de la primera canción trovadoresca cubana.

Acostumbrados, en los días de las guerras de independencia, a “quitarles las armas al enemigo”, los cubanos optaron finalmente por hacer suya la guitarra de los españoles y ponerla a acompañar sus desvelos nacionales, expuestos con una sensibilidad que en buena lid (poética) pondría “en aprietos” a muchos autores actuales.

Manuel Corona, Alberto Villalón, Rosendo Ruiz y Sindo Garay se ganaron, a rasgueo y metáfora limpios, el título de los cuatro grandes de la trova cubana. Salvo el primero, que era villareño, los otros eran orientales.

Al cabo, cual buenas llamas, las notas trovadorescas incendiaron toda la isla, y tal calor se tradujo en hermosas canciones del camagüeyano Patricio Ballagas, los villareños Teofilito y Eusebio Delfín, la pinareña María Teresa Vera y el habanero Joseíto Fernández, pero Oriente seguía pariendo genios: Lorenzo Hierrezuelo, Ñico Saquito, Carlos Puebla, Compay Segundo…

Muchos coinciden en que el más grande de todos fue Sindo Garay, quien tuvo además la suerte de vivir 101 años para demostrarlo. Fue célebre no solo por su intuición musical sino por ser, como solía recordar, el único cubano que estrechó las manos de José Martí y Fidel Castro.

Sindo fue el clásico bohemio. En una de sus piezas se confesaba: “Igual que los antiguos, errantes trovadores, yo busco por el mundo un ser a quien amar”. Amó mucho, a juzgar por el tiempo que tuvo para hacerlo y por las más de 600 canciones en que plasmó sus idilios.

Como sus compañeros de bohemia, el trovador conocía de memoria todos los balcones santiagueros, bajo los cuales ofrecía serenatas a numerosas novias, a menudo ajenas; algún enamorado pagaba la cuenta.

Sindo, que había sido arrullado con la letra de La Bayamesa, compuso la suya en 1918, a sus 41 años. Se llamó Mujer bayamesa y nació tras una interminable noche de serenatas a las bellezas femeninas de Bayamo.

“Cuando la cantaba, me sentía más cubano y patriota”, confesó el trasnochador que alguna vez llegó a concebir un escudo que, en lugar del gorro frigio, tenía como remate un sombrero de yarey, “el sombrero nacional de los cubanos”.

En una fiesta era difícil seguirle el paso a Sindo Garay. Jocoso y simpático, acuñó la frase “que canten los que comieron”, pronunciada una tarde en Bayamo, cuando le pidieron una pieza después de haberlo olvidado a la hora del chilindrón.

En julio de 1968 su guitarra cayó. Lo esperaban en Santiago de Cuba, para el Festival de la trova, pero murió el 17, en La Habana; aunque no faltó a su cita: a Santiago se fue muerto y de allí pasó a Bayamo, donde su sepelio fue una larga serenata con mucho cigarro y café, mucho ron y mucha trova… mucho Sindo, en definitiva.

Cuando conocen Santiago de Cuba, los visitantes suelen preguntarse de dónde viene tanta música y semejante trova. La respuesta es armónica: en el anclaje mismo de la ciudad, juglares criollos como Pepe Sánchez y Sindo Garay hacen de la vida una eterna serenata.

(Tomado de Prisma)

(Prensa Latina)