Ciencia en Cuba: «no nos demos tregua»
La Habana, 5 jul.- Cuando hablemos de obstáculos, si hemos de ser objetivos, los que resultan del asalto continuo y cruel del enemigo histórico de la nación cubana continúan siendo los de primer orden, causa indirecta, además, en no poca medida, de los impedimentos de segundo y tercer orden que nos contaminan el desarrollo científico y tecnológico de Cuba.
Nada de esto es nuevo. En la Cuba colonia de España, la oposición de la metrópoli a todo avance cultural de la Isla, incluida la ciencia, era abiertamente hostil. Quizá el episodio que mejor lo ilustra es la rabia con que el Capitán General Francisco Lersundi interrumpió la conferencia del académico Joaquín García Lebredo para acusar a quienes defendían la experimentación en las ciencias de revoltosos, pues de ello se infería que lo mismo era válido para la política y eso era inaceptable. A Lersundi le molestaba incluso «hasta en el modo en que se había leído en la Academia la lista de premios».
La colonización es siempre un empeño absoluto, pretende conquistarlo todo, y en ese todo la cultura es objetivo particularmente codiciado para el agresor foráneo. Disfrazar ese asalto en ropas distintas, ya sea preservación de tradiciones o modernidad, es solo parte del arsenal de vilezas solapadas que acompaña todo acto violento de sojuzgamiento.
Habría que reconocer, no obstante, que no le faltaba razón al Capitán General. No pocos miembros de la entonces joven Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de la Habana militaban en las filas contrarias al poder español. Joaquín Fabián de Aenlle, tesorero de la Academia, se dedicaba a levantar fondos para la insurrección independentista. El vicepresidente, José Francisco Ruz, al que siguió Juan Gualberto Hayá, fueron forzados a emigrar, y este último presidió la junta revolucionaria en New Orleans, donde militaban otros dos académicos. Fernando Valdés Aguirre, también académico, fue capturado por estar involucrado en insurrección en la Habana y su par, Federico Gálvez, fue condenado a muerte en ausencia. Podríamos seguir.
Y es que la ciencia es un factor de desarrollo civilizatorio, y como tal, vista más allá de períodos cortos; es, a la larga, un factor en la transformación revolucionaria de la sociedad. Detrás de pretensiones universales y ahistóricas, la ciencia es, siempre ha sido, un resultado del ser humano, social e históricamente condicionado.
Por eso, la ciencia -que es un factor de desarrollo económico esencial en la sociedad moderna- constituye, antes que eso, un fenómeno cultural. Cuando lo olvidamos, terminamos poniendo en peligro hasta su función económica.
Hoy, aquí, celebramos ante todo a la ciencia como cultura y como cultura vale la oportunidad para repasarla.
Como apunta el Dr. Jorge Nuñez Jover, «La ciencia no es un fin en sí mismo y tampoco es un montón de teorías verdaderas. La ciencia es una actividad social que llevan a cabo grupos practicantes, portadores de una cultura que incluye valores, prioridades, actitudes, pautas de conducta y aun ideologías. La crítica a la ciencia debe servirnos para discutir cada uno de esos aspectos y su adecuación o no a los fines mayores que la sociedad demanda»
Es en ese sentido que vale la pena que nos preguntemos hoy, que nos preguntemos siempre, qué función está cumpliendo la ciencia en el mundo, para intentar entender, cuál debe cumplir en nuestro país, ahora mismo, dentro del contexto internacional en que se desenvuelve.
Más arriba, cuando citaba a Nuñez Jover, este hablaba de «los fines mayores que la sociedad demanda» como razón determinante en la utilidad de la ciencia. Pero los fines mayores, si nos atenemos al marxismo, están determinados por quienes ejercen la hegemonía clasista de la sociedad. En un capitalismo-mundo en crisis, en concreto, en un capitalismo-mundo otanista en crisis, al parecer irreversible, la ciencia llega al paroxismo oligofrénico de absolutizarse como nunca antes, como factor imprescindible en la reproducción de las relaciones de dominación existentes a nivel global.
Hay una guerra en marcha que tiene como escenario de combate a las ciencias. Y en esa guerra, de un lado están los poderes hegemónicos que emergieron como vencedores de la guerra fría, y del otro, un mundo cansado de ese orden de cosas que planta cara.
De la borrachera que siguió al fin del espacio soviético, vino, en el orden ideológico, la reivindicación mediocre de la tesis del fin de la historia. Malentendida, lo que Fukujama refritaba en su texto “El fin de la historia y el último hombre” no era el fin del decursar humano, sino el fin de la evolución de las ideas políticas en la sociedad: es decir, el fin de la ideología como realidad dialéctica, cambiante, objetiva, científica. Para apuntalar la tesis idealista, el capitalismo posmoderno se encargó, en el plano cultural, de hacer del pronóstico una profecía autocumplida.
En el plano educativo, el asalto a las universidades se escondió detrás del llamado Plan Bolonia y le fue asignada a Europa, la función de hacerlo global para alinear todos los proyectos educativos bajo la hegemonía de los vencedores. La universidad universalizadora, fuente y archivo de conocimiento civilizatorio, fue sustituida por la universidad creadora de «competencias», útiles únicamente para la reproducción del capital. El aprendizaje es sustituido por el entrenamiento. De proyecto social esencial de cualquier nación, los estudios universitarios terminando estando, en las estadísticas oficiales, bajo el acápite de «gastos». La función social de las universidades en nuestro mundo subdesarrollado se quiso reducir a creadora de élites dirigentes, tecnócratas, intelectuales becarios del pensamiento oficial y exportadora de talentos a los países subdesarrollantes.
En la globalización neoliberal de la época, la competitividad de las universidades occidentales incluía (incluye) su habilidad de lograr drenar todo el talento del resto del mundo. La pretensión hegemónica, no es que la disimularan mucho. En los documentos rectores del Plan Bolonia se podía leer: «Puesto que la validez y eficacia de una civilización se puede medir a través del atractivo que tenga su cultura para otros países, necesitamos asegurarnos de que el sistema de educación superior europeo adquiera un grado de atracción mundial igual al de nuestras extraordinarias tradiciones culturales y científicas».
Vendida la idea de la educación como gasto, la privatización efectiva de las universidades fue presentada como necesaria. Si antes de 1990 el acceso a las universidades en el Reino Unido era gratis, veinte años después, en el 2010, ya ascendía a 9000 libras esterlinas anuales. El sistema de becas para los más desfavorecidos se transformó en un sistema de préstamos, a la usanza norteamericana, que volvía al estudiante en un deudor para las próximas décadas de su vida laboral.
Frente a la declaración de la conferencia de la UNESCO de 1998, donde se señalaba la necesidad de estructurar acciones que cambiaran el proceso de «robo de cerebros» en uno de «ganancia de cerebros», la respuesta del occidente subdesarrollante fue acelerar los procesos de institucionalización del robo de cerebros y hacer cómplice de ellos, a los sistemas universitarios «autónomos» de los países del Sur; así, surgió el «tunning». Como resultado, de 1980 al 2017, el número de estudiantes extranjeros en universidades norteamericanas creció en un 300%. Europa mostró cifras igualmente ascendentes.
Las universidades se transformaron, además, de generadores de conocimiento público, en generadores de conocimiento privatizable. En su ensayo “Las universidades en un mundo neoliberal”, Alex Callinicos describe que en el mundo actual «el neoliberalismo en la educación superior significa que esta lógica de la competición se interioriza profundamente en la manera de funcionar de las universidades. Las universidades adoptan las lógicas empresariales de la competencia entre sus espacios, sus profesores y entre universidades por lograr atraer “recursos” y capitales de inversión»: surgen los rankings globales de desempeño universitario. Y surge el fenómeno de los start-up, donde el conocimiento, cuyos costos han sido socializados, terminan siendo privatizados cuando se convierten en activos económicos redituables.
Contrario a lo que en ocasiones se afirma, nunca antes el conocimiento ha estado tan socializado. Decenas de miles de revistas científicas publican mensualmente cientos de miles de resultados científicos. Pero, en contraposición a ello, nunca antes la capacidad de convertir los resultados científicos en resultados sociales y económicamente realizables ha estado en tan pocas manos.
Como advirtiera Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, el capitalismo es un aprendiz de brujo que desata fuerzas que no puede controlar. Al convertir la publicación científica en una mercancía, pretendiendo que quede en manos de unos pocos emporios editoriales, ha desatado, como una epidemia incontrolable, el fraude científico. El asunto ha adquirido tales niveles escandalosos que ya se tienen maquiladoras de artículos y citas, que por un precio, escriben artículos a la medida para sus clientes. Científicos que publican en promedio, un artículo cada cinco días son un fenómeno cada vez más común, y el sacerdocio de la ciencia como empeño marcado por una ética y una honestidad a toda prueba, se ha ido por el caño.
El capitalismo es el anti Rey Midas, todo lo que toca termina convirtiéndolo en mierda.
Como resultado de todos estos fenómenos, en el ámbito de la ciencia y la tecnología sus consecuencias culturales están a la vista. Un retroceso marcado en la alfabetización científica de la población acuña las dos primeras décadas del siglo XXI. Los científicos de la década del 80 del pasado siglo no hubiesen creído que cuarenta años más delante, estaríamos lidiando con fenómenos como el terraplanismo, el movimiento antivacunas, la cuántica como justificación de monserga idealista, el pretendido poder milagrosamente curativo del agua y la negación del número de Avogrado, el asalto a la evolución, piedras que corrigen dolencias, cirugías con pases de manos, y un sin fin de estupideces variopintas disfrazadas de ciencia o, para usar una de esas tantas palabras de modas que terminamos por no saber que significan, saberes.
Quizás valga recordar que como mismo hay saberes, también hay ignorancias.
Si se les hubiera dicho a esos habitantes de la segunda mitad del siglo pasado, que algunas de esas tonterías estarían sancionadas oficialmente por las estructuras institucionalizadas de los estados, se negarían más aún en creerlo. Si en 1925 que un jurado en los Estados Unidos haya determinado que el hombre no descendía del mono sino de Adán y Eva, suscitó escándalo internacional, un siglo después, barbaridades científicas de igual magnitud no solo no hacen noticias, sino que son asumidas acríticamente por organismos reguladores, y defendidas como verdades en espacios científicos en nombre de la lucha contra el positivismo, y supuesta defensa de la diversidad.
La infantilización de la sociedad es un hecho que marca nuestra época. La enajenación del ser humano frente a la ciencia lo es igualmente. La tesis idealista y retrógrada del posmodernismo y su idea de las narraciones, es el retroceso más grande, en términos de cultura, que ha tenido la humanidad desde la imposición del dogma religioso en la Europa medieval.
Ninguno de los fenómenos descritos nos es ajeno. Por el contrario, nos invaden a diario. Todos y cada uno de ellos, matizados por ser contranatura a un empeño colectivo por el socialismo como forma colectivamente solidaria de construcción social. Pero no pensemos que hemos sido menos vulnerables.
El horno no está para pastelitos.
La sociedad cubana hoy vive un ciclo histórico, que emergiendo victorioso de la debacle soviética y habiendo mostrado su fortaleza intrínseca, autóctona, debe, y no ha logrado plenamente, entrar en un proceso de regeneración social y económica ampliada que garantice su avance, demostrando la superioridad en lo económico y en su sustentabilidad frente a la alternativa neocolonial que nos esperaría de caer derrotados.
Retrocesos hemos tenidos no pocos, varios importantes. Los culturales han sido, dentro de ellos, particularmente serios. En términos educativos, más serios aún. En las ciencias, igual de graves. Tal escenario ya fue descrito por la Academia de Ciencias de Cuba en un informe que tiene más de una década y sigue siendo actual.
La realidad es que el país ya no es capaz, como lo había sido antes, de garantizar la superación profesional continua del científico y esto ha cambiado las dinámicas en el área de formación de recursos humanos. La necesidad de enviar a los graduados a formarse no solo a países capitalistas desarrollados, sino incluso a países de nuestro entorno regional, también ha creado nuevos referentes para los que se forman.
Unido a ello, ha ocurrido la pérdida de atractivo económico (salarial) para el ejercicio de la profesión en el país y de la capacidad económica de sostener la investigación científica y su infraestructura en general. Como resultado de todos estos factores, la pérdida de talento científico ha sido peligrosamente desangrante.
A esta pérdida de talento habría que sumarle un cansancio estructural acumulado. Una buena parte de las últimas décadas ha sido testigo de una capacidad de resistencia sin parangón de nuestro pueblo y dentro de ello, de nuestras instituciones científicas y sus actores. Sin embargo, esa resistencia ha tenido un coste importante en términos de cansancio social sistémico del que la ciencia no ha sido ajeno. En particular, muchas instituciones científicas perdieron, o están perdiendo, capacidades de reproducción importantes. Se han perdido escuelas de conocimiento. Se han perdido liderazgos alcanzados.
Todo ello se está dando en un contexto internacional donde eclosiona una nueva etapa de la revolución científico-tecnológica. Son los años donde la nanotecnología y la nanociencia han alcanzado la misma categoría que años antes habían alcanzado la genética y la biotecnología, mientras estas últimas elevan su ritmo de desarrollo. Es la etapa en que la informática y la automatización inteligente, incluyendo la mecatrónica, explota en términos de capacidades transformadoras de la sociedad a nivel global. Es la etapa en que la computación cuántica comienza a proyectarse como una revolución en ciernes, que sugiere implicaciones económicas y sociales tremendas. Es la época en que la agricultura de precisión comienza a alcanzar madurez económica. Es la etapa en que las energías renovables empiezan a ser alternativas globales viables a los combustibles fósiles. Son los años en que la comprensión de los procesos cognitivos y el cerebro ha sufrido una revolución que vislumbra concretas aplicaciones prácticas. Son los años en que la inteligencia artificial cambia todos los procesos sociales y económicos, incluyendo los científicos. Son los años en que se ha dado un salto en el uso de los procesos cuánticos no localizados. Y algunas de esas revoluciones están ocurriendo sin contrapartes en nuestro país.
Pero más allá de esas realidades de freno y retrocesos en el desarrollo científico de frontera, otros fenómenos negativos gravitan sobre la ciencia nacional como factor de emancipación social.
No se puede pretender reducir todo esfuerzo en la ciencia a mero potenciador de las fuerzas productivas. La dimensión cultural de la ciencia no puede considerarse irrelevante en la práctica, aunque se niegue en el discurso. Hay de autoengaño cuando se cree posible lograr una ciencia fábrica de soluciones y aportadora de recursos, sin plantearse una ciencia sana. Cuando se pretende que haya una ciencia aplicada sin que esta sea en el fondo la aplicación de la ciencia. Hay de manquedad cuando no tenemos estrategias integradoras para la promoción de la ciencia en el país. Con ello se pone en peligro su capacidad de reproducción social y su expansión. Algo difícilmente contabilizable en términos económicos.
Se hace imprescindible entender la necesidad de la ciencia más allá de su función económica, en su dimensión fundadora. Y no se trata solo de entender la poesía que maneja el que contribuye a diseñar álgebras, aunque a priori desconocemos si describirán realidades o geometrías que suman ángulos exóticos; crear objetos sublimes que pueblan la imaginación, tan inasibles como la sensación que produce oír a Caturla, aunque igual de trascendentes. Se trata de entender, entre otras razones, que esos espacios de la ciencia son los que sustentan su propia arquitectura, la cual la hace útil. Al fin y al cabo, sin ella no habría ciencia que aplicar.
Sin la capacidad de asimilar el conocimiento al nivel más alto y en la frontera más remota, terminamos tornando el espacio de lo (pretendido) científico en un amasijo de carne con madera. La falta de una ciencia sana, poluta el espacio social de su asimilación y lo prostituye. Terminamos por aceptar como ciencia lo que no es y cuando esta supuestamente falla en proveernos de los bienes o servicios prometidos, la desechamos a nivel del que, en última instancia, es responsable de aplicarla en el surco, en la línea de producción, en el que debe decidir en el espacio político las exigencias inmediatas. Sin asumir la ciencia como un proceso cultural no podemos alcanzar el rigor que necesitamos en la ciencia que hacemos.
Son las ciencias sociales y sus investigaciones básicas las que deben dar respuesta a interrogantes que van más allá de lo socialmente paliativo o justificador de medidas ya tomadas, para indicar caminos en las transformaciones que necesita nuestra superestructura social y política frente a una realidad que se transforma de manera acelerada a ojos vistas. Tal alcance difícilmente puede ser valorado desde una visión utilitaria de la ciencia.
Una sociedad incapaz de crear conocimiento nuevo es una sociedad vulnerable a ser colonizada por el conocimiento generado en otras latitudes. Las invasiones tecnológicas, vistas acríticamente como medios de consumo, generan una admiración tonta sobre las sociedades que las producen y crean una mentalidad colonial de inferioridad social con respecto a ellas. Lo mismo ocurre con las invasiones ideológicas desde lo científico. La ciencia fundamental no debe solo respaldarse, sino que debe articularse dentro de una estrategia de socialización, que destierre esas visiones coloniales y genere confianza en nuestras fuerzas transformadoras. Esa estrategia hoy no la tenemos estructurada.
Hace notar Agustín Lage que del método científico «pueden y deben apropiarse todos los cubanos para usarlo en su función social cualquiera que esta sea, de la misma manera en que nos apropiamos (y convertimos en derecho de todos) de la capacidad de leer y escribir en 1961”. Esta necesidad de socializar el método científico, se hace más necesaria frente a la descentralización propuesta para el modelo de desarrollo económico del país. El desarrollo territorial con alto grado de autonomía necesita de agentes sociales y económicos alfabetizados científicamente. No los tenemos. Si esa alfabetización se enfoca solamente a capacitar «cuadros», poco se avanzará en una verdadera supeditación de la estrategia de desarrollo a una economía de conocimiento. No se logra una sociedad del conocimiento sin una población alfabetizada científicamente.
No se logra creatividad científica si no se desarrolla el contexto cultural donde se va a desenvolver. Esto es solo posible crearlo con una ciencia fuerte. Un ambiente donde prevalece la superstición o el culto al fetichismo científico, no es un ambiente potenciador de la creatividad científica, como no lo es un ambiente donde se acepte el facilismo académico, la ignorancia metodológica, la falta de rigor, el fraude abierto.
La ciencia es potenciadora de las fuerzas productivas, pero su dinámica, métodos y prácticas no son las de la esfera productiva. Quienes reduzcan la ciencia a mera producción de conocimiento en plan económico, solo apuestan a esterilizarla en su origen y volverla freno y no impulso. Solo logrará el auge del empirismo, la superstición, el colapso de la calidad científica y al final, por rebote, el regreso al colonialismo intelectual.
El que tenga dudas, que observe como la pseudociencia en la práctica social, está impactando áreas sociales esenciales, derrocha recursos materiales y humanos y deforma empeños educativos basados en el método científico. La educación y la ciencia son resortes esenciales en la potenciación de las fuerzas productivas. Su actuar en ese sentido, es no solo insustituible, sino además imprescindible. Pero ni la educación, ni la ciencia se definen como objetos económicos, se definen en primer lugar, como objetos culturales. Y es desde ese espacio cultural, con sus leyes y dinámicas propias, que se proyecta como factor imprescindible de desarrollo económico, agregando cualidades nuevas y mejoradas a la producción de bienes materiales y servicios, a la vez que no se reduce a ello solamente.
La colonización cultural más profunda es cuando perdemos confianza en nosotros y terminamos copiando (incluso sin saberlo), modos de hacer, cuya carga ideológica oculta está diseñada por los hegemones globales. No hay frase más contrarrevolucionaria, desde la ideología, que justificar lo que hacemos con el argumento de que así se hace en el mundo, cuando nos referimos al mundo asimétrico, capitalista insostenible y en bancarrota. Insertarse en el mundo es una necesidad, pero desde la militancia contrahegemónica y anticapitalista.
Pensaba en cómo terminar estas palabras con una nota optimista. Fidel decía que los revolucionarios hemos de ser irremediablemente optimistas porque creemos en una sociedad mejor, más justa. «Todo lo que no tenga un contenido que se adapte solamente a lo que quiere decir, no tiene valor en la Cuba nueva» dijo el Che el 28 de diciembre de 1958, a pocos días del primer año de Revolución. Hagámosle caso al Che.
Desterremos el lenguaje triunfalista que solo sirve para engañarnos a nosotros mismos. Miremos a la realidad con visión científica, en toda su crudeza, pero hagámoslo como alguna vez dijo Agustín Lage, como comunistas que hacen ciencia. Solo desde esa mirada de crueldad revolucionaria, donde no nos tengamos compasión ni lástima, seremos capaces de seguir adelante. Sintámonos incómodos con cualquier palabra de autocomplacencia. No estamos para elogios, estamos para el combate. Destrocemos todo lo mal hecho, aunque esté entronizado, aunque se haya vuelto cotidiano. No justifiquemos desvaríos. No nos justifiquemos. Solo a la Revolución nos debemos, a nada más. No nos demos tregua, es la única manera de triunfar sobre un enemigo brutal. Hagamos culto a los saberes, pero que sean científicos, validados, rigurosos. Si logramos esa permanente cualidad de ser despiadados con nosotros mismos, entonces tendremos espacio para el optimismo, no el del voluntarista, no el del positivista, sino el optimismo del científico, el del marxista.
El optimismo de Fidel, el optimismo de Patria o Muerte. Venceremos. (Texto y foto: Juventud Técnica)