Céspedes: el alba de un nuevo amanecer
En el vientre fértil del valle del Cauto, donde el río canta historias de cañaverales y rebeliones, el 18 de abril de 1819, la villa San Salvador de Bayamo abrió sus brazos al nacimiento de Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo.
Hijo de un linaje de haciendas y prósperas tierras, creció entre lujos y preguntas, viendo cómo el caudal de los ingenios contrastaba con el hambre de los que no tenían cielo propio.
Bajo la sombra del presbítero criollo José Mariano Acosta y Silveira, Céspedes aprendió a descifrar el mundo. En el convento de Santo Domingo, entre rezos y tratados de lógica, su mente se volvió filo, sus ojos captaban el dolor de los esclavos y el silencio de los marginados. Mientras otros niños jugaban, él memorizaba versos de Horacio y soñaba con leyes que rompieran las cadenas del yugo español.
La Habana lo recibió con su bullicio de palacios y mercados; en las aulas del Seminario de San Carlos, el Derecho Romano se mezcló con las primeras conspiraciones y, a los 19 años, logró su título de Bachiller en Leyes, despuntando como uno de los juristas más preparados, cultos y humanistas de su tiempo.
Su virtud, tallada en el mármol de la abogacía, pulida en el yunque de la cultura, alimentada por la savia de las letras y atizada en el fuego del periodismo, lo erigieron como un faro de la intelectualidad cubana del siglo XIX.
De cada ciudad que visitaba, recogía pedazos de constituciones, como un botánico que clasifica flores prohibidas, hasta que volvió a Cuba, con baúles repletos de códigos insurgentes y en el pecho, un volcán dispuesto a romper los cimientos del orden colonial.
En 1868, en el ingenio Demajagua, tras el juramento de ser libres o morir en el empeño, aquel contingente independentista marchó, consciente de que la libertad no se pide, se toma. Bajo su guía, la guerra estalló como un huracán arrasando cañaverales y miedos. Los hacendados lo llamaron loco; los pobres, héroe.
En la manigua, entre jagüeyes y balas dirigió una república vestido de guayabera raída. Allí, escribió decretos en hojas de palma y soñó escuelas para los libertos.
Pero la traición lo acechaba: sus compañeros, cegados por ambiciones, lo depusieron en 1873.
Solo, perseguido por españoles y rencores, cayó en San Lorenzo, rifle en mano, el expresidente de la República de Cuba en Armas.
Pero Cuba no olvida al hombre que nació entre privilegios y eligió la intemperie; al jurista que citaba a Cicerón antes de ordenar una carga al machete; al poeta que versificaba la libertad, con fe ciega en el triunfo. Aquel, nombrado para la eternidad como Padre de la Patria, pasó a la historia como el alba anunciadora de un nuevo amanecer. (Tomado de Granma)