El tiempo joven siempre tendrá un 26
“La pasión que nos trajo al Moncada”: nacidas del alma, esas palabras de Haydée Santamaría resumen y subliman los sentimientos, convicciones y afanes de los protagonistas de la epopeya del 26 de julio de 1953. Pasión tremenda, total, arrolladora, que -bien dijo Yeyé- no podría llamarse sino Cuba.
De altruismo se habla, y pensamos en aquellos jóvenes del Centenario al marchar al combate, enfrentar con entereza la cacería, la tortura, la muerte, el enjuiciamiento, la condena… todo lo que vino después.
Y también antes, cuando para financiar tan noble y audaz empresa despojáronse de cuanto tenían, aportaron sus ahorros o los empeñaron, y hasta vendieron el empleo, medios de trabajo y bienes personales.
Henos aquí, a 60 años de distancia. Entonces todo estaba por hacer. Ahora, existe un mundo de formidables conquistas por preservar y que, por ganadas, incluso antes de nacer los padres de muchos jóvenes de hoy, no son -como para las generaciones precedentes- sueños realizados, sino la realidad, lo más natural de la vida en un mundo donde nada tienen de común.
Sí, mucho ha llovido por acá en ese largo trecho en la vida, y apenas es un parpadeo en la historia. Qué son 60 años, y falta nos haría mirar atrás más a menudo, escudriñar y pensar muy en serio cómo era este país y sería, sin esa locura para la esperanza -pura y pasmosamente cuerda-, que fueron los asaltos a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.
Ojo con la desmemoria. El olvido, esa capacidad humana de borrar lo feo y lo malo, puede actuar, igual como bálsamo sanador que como gas pimienta, edulcorante o alucinógeno.
Y me preocupa -sobre todo por el peligro de inducción- cuán frecuente se hace en esas pláticas informales en las cuales de Cuba hablamos, ver “saltar” a alguien para contar maravillas del negocio o la finquita poseída por su familia, y lo bien que vivían antes del 59, sin nadie capaz de sacar el alfiler para pinchar el globo.
Pues, si todo era tan color de rosa como lo pintan, ¿por qué el Moncada?, ¿para qué la Revolución? En aquella Cuba con poco más de cinco y medio millones de habitantes, ¿habían o no 600 mil desempleados y 500 mil obreros agrícolas con trabajo cuatro meses y “tiempo muerto” y hambre el resto del año; 20 mil pequeños comerciantes abrumados de deudas y arruinados por la crisis; 2,8 millones de personas sin luz eléctrica en sus hogares; 10 mil profesionales jóvenes salidos de las aulas para hallar cerradas todas las puertas; 400 mil obreros industriales y braceros viviendo en condiciones infrahumanas y quienes cobraban un mísero salario?
¿Acaso Fidel exageró en su alegato de defensa en el juicio del Moncada, o en verdad el 30 por ciento del campesinado no sabía ni firmar, los parásitos devoraban al 90 por ciento de los niños de las zonas rurales, el acceso a los siempre repletos hospitales del Estado solo era posible con la recomendación de un político -que exigía a cambio el voto del enfermo y su familia- y el 85 por ciento de los pequeños agricultores pagaba renta y vivía bajo la perenne amenaza del desalojo?
A este drama habría que añadir palabras como neocolonia, dictadura, latifundio, politiquería, entreguismo, represión brutal, injusticia, desencanto… para completar el retrato hablado de la Cuba de mediados del siglo XX, esa que añoran los flacos de memoria, y de la cual nos cuentan cuánto compraban con un peso; pero no dicen de quienes caminaban cada día kilómetros en esta propia Habana por no tener el medio para la guagua.
En “La Edad de Oro”, Martí advertía sobre el grave riesgo de mentir o decir verdades a medias o no comprobadas a los más jóvenes, quienes viven creyendo lo que les dijeron, y si luego resulta falso “ya les sale la vida equivocada, y no pueden ser felices con ese modo de pensar, ni saben cómo son las cosas de veras, ni pueden volver a ser niños y empezar a aprenderlo todo de nuevo”.
De aquel pasado supe, ante todo, por mis padres. Ella, quien de niña debió acostarse muchas noches sin probar bocado -y no por capricho o castigo, sino por pobreza- y que inteligente y aplicada como era, apenas si terminó el octavo grado pues no había dinero para comprarle el uniforme y los útiles escolares.
Mi padre, en tanto, decía que la Revolución lo salvó, como al boxeador la campana, y contaba cómo la última noche de 1958 se fue temprano a la cama, sin deseos de festejar la llegada de un año el cual se avizoraba fatal, con su pequeña empresa de mal en peor y esposa y tres chicos que mantener.
Nunca olvidaré su alegría al recibirse mi hermana de médico, profesión a la cual soñó consagrarse y debió renunciar, ya que la familia solo podía pagarle la carrera a un hijo, y decidió fuera al primogénito.
Jamás me parecieron “teques” esas historias de vida tan sentidas. A Cuba me enseñaron y aprendí a amar en el hogar y en la escuela; a admirar y vivir orgullosa de su glorioso pasado; a venerar a sus héroes y mártires; a honrar los símbolos patrios, especialmente, esa bandera que los mejores alumnos tenían el honor de izar cada mañana en el patio.
Es verdad, son otros tiempos, pero el patriotismo no es moda ni tiene edad o fecha de caducidad. No creo que el paso del “implacable” conduzca inexorablemente al olvido; ni por qué, entre generaciones, la “conexión” desde el presente con hechos, situaciones y seres humanos cada vez más remotos, tienda forzosamente a “caerse”.
Pensemos si no en el 26 de julio de 1953. Cien años después de nacido el Apóstol, cuando su memoria parecía a punto de extinguirse entre tanto desgobierno, aquellos jóvenes -armados de sus doctrinas más que de fusiles- fueron al combate en magnífico desagravio, dispuestos a darlo todo para preservarlo vivo en el alma de la Patria y para completar su obra.
No hay que temer el paso del tiempo cuando se hizo bien la tarea de inspirar y educar. Y de eso se trata, de instruir a los “pinos nuevos”: la sociedad y sus instituciones, familia y escuela, las primeras.
Educar, sí, que es enseñarles, sobre todo, a aprender, a razonar y discernir, a pensar con cabeza propia y a defender sus ideas; esforzarnos por llenarles el alma, al menos tanto como el estómago y el armario; hablarles mucho, y también escucharlos, pues hora es, como nunca, de ese diálogo generacional para el cual reclaman niños y jóvenes más espacios, y el cual ha de darle con la puerta en las narices a las consignas huecas, al dogma, la retórica y la aceptación acrítica.
Contra la desmemoria, el mejor antídoto será siempre el estudio de la historia, de la Humanidad y, sobre todo, de este pedacito de la patria común en que nacimos y vivimos.
Historia que tiene y debe conocerla bien quien ha de contarla; enseñarse con los libros y el corazón, y aprenderse bien, no para pasar el examen a fuerza de memorizar fechas, nombres, sucesos, sus causas y trascendencia, sino para no andar a tientas por la vida ni extraviar el rumbo.
De sus hijos, y en especial de sus jóvenes, Cuba necesitará siempre ser amada con la pasión inmensa de los hacedores de aquella epopeya, por sus virtudes y a pesar de sus defectos. Querida bien, y tanto, como para dar la vida; pero, más aún, para vivir, trabajar, luchar por ella y salvarla, incluso de nuestros yerros e imperfecciones.
“De amar las glorias pasadas se sacan fuerzas para adquirir las glorias nuevas”, afirmó el Maestro. Las de estos tiempos han de conquistarse en la pelea contra la falta de exigencia, la chapucería, el inmovilismo, la ineficiencia, la “devaluación” de los valores, la corrupción, la indisciplina, el desorden y otros “demonios”, como esos quienes, al revés de Martí, creen que la Patria no es ara, sino pedestal, y se valen de su cargo, en vez de servir al pueblo.
Moncadas jamás faltarán. Para los jóvenes, el almanaque estará siempre repleto de días 26. (Foto: Televisión Camagüey)