Mujeres, para que lluevan flores

Mujeres, para que lluevan floresNarran la vida sin patetismo y siempre las hallas en los sitios menos imaginados en medio de los avatares cotidianos de la existencia. Padecen, sienten, pero la perseverancia es su clave hermética. Sin ellas, nada valdría.

Pueden nombrarlas de mil maneras, y a cada minuto le conceden la importancia del acontecimiento decisivo. No importan las cartas sin respuesta o dejadas de escribir: jamás huyen del suceso -extraordinario o no- de la vida. Sencillamente siguen, emprendedoras.

Siempre aflora la sonrisa, aunque guarden hondo sueños y anhelos. No se detienen, fundan. A diario ofrecen las mejores páginas de esa vida de historias no contadas, clandestinas, ocultas… Sortean las bravuras de su sino con la siempre sonrisa a flor de labios. No importan los problemas ni su dimensión. Allí están, haciéndonos mejores.

Alguna vez escribí: “¿Quién las inventó? ¿Cómo aparecieron de súbito en el umbral de los humanos? ¿Quién les encumbró todo el andamiaje de ternura que arrastran consigo?”.

Mulata, negra o rubia… ven crecer los frutales de su paso por la vida y en el convulso día a día cargan sobre sus hombros desde el ¿qué haré hoy de comida? hasta el proyecto económico o social más apremiante. Nada importan las vorágines. Están en todos los espacios de la existencia. El alma humana las envuelve, es su razón de ser, y en ellas depositamos nuestros caros sueños.

Bastan apenas la sonrisa o la mirada cómplice: allí las descubres con la mano extendida, la palabra ineludible y cierta, el consuelo vital que resucita y sana aún cuando las voces esotéricas del más allá sentencien los latidos del último suspiro. Nunca abandonan la batalla por férrea que parezca.

¿Pero tamaña trascendencia es obra de la casualidad? ¿Acaso los dioses tutelares las concibieron así? ¿Qué habría sido del mundo sin ellas?

A las creencias primarias y mágicas concepciones precedentes, como silentes espíritus, nos han acompañado en todo el devenir humano y son capaces de conocer con innata sabiduría la veraz dimensión del destino de las personas.

Solo requieren de ofrecernos albergue durante nueve meses, sin pedir nada a cambio, porque son conscientes de que la felicidad compartida entre todos toca a más.

De las abuelas han aprendido sobre la prudencia y el arte de conocer con anticipación sobre los sucesos que se avecinan. Cuando les cuentan algo, como por arte de magia, ya presagian cómo va a terminar. Poseen ese sexto sentido. Así ha sucedido a lo largo de las generaciones, incluso en el hoy.

No erró el poeta cuando sentenció: “cada vida es la suya”. Tanto es así, que su consagración al ser y a los hijos, hace parecer como si no existieran.

Pero si son cubanas, y que me absuelvan otras, tienen además ese toque de femineidad, alegría y suspicacia que las caracteriza. Importante: jamás, bajo ningún concepto, dan alguna justa causa por imposible. Pletórico está de ejemplos cada palmo de tierra en la historia de nuestra Isla. A los timoratos inevitables, les sacan a flote lo mejor de sus sentimientos.

Incluso, más allá de los contornos de su ínsula, por cientos o miles, ofrecen vida sin abandonar, desde la distancia, aquello momentáneamente dejado atrás.

Son, por naturaleza, crédulas ante las quimeras. Jamás piensan en la derrota. Siempre se atreven y apuestan a ganar, porque es la única forma de lograr sueños en la vida. La palabra capitulación no existe en su vocabulario. Porque conocen muy bien, como dijera Pablo Neruda que: “la suerte es el pretexto de los fracasados”.

Este marzo ocho de cada año es apenas pretexto para el homenaje universal. Es la cara formal del asunto.

Cuidarlas, respetarlas y mimarlas, debe ser constante a lo largo de las decenas de miles de horas que abarca el paso humano por la tierra. No se trata del reclamo bíblico de multiplicar panes y peces, sino de ofrecerles amor para que lluevan flores. (Por Marcos Alfonso, AIN)