Diana Puértolas: El ciclón del 32 marcó a los santacruceños para siempre
Los rugidos del mar a media noche pusieron en vela a los vecinos del poblado de Santa Cruz del Sur. Había corrido el rumor de la cercanía de un fenómeno atmosférico, a consecuencia de las noticias escuchadas por algunos habitantes de esta zona, por el único radio, propiedad de uno de los moradores.
La recurva del meteoro por la parte central del país, debido a un frente frío lo obliga retroceder con una gran cantidad de agua a cuestas. “A mi padre lo llamaron a las 12 de la noche”. Tocaban muy fuerte en la puerta. Una voz pedía insistente a Andrés Puértolas que se levantara, para que oyera el ruido que emanaba desde el interior de las aguas del litoral costero.
En el interior de la sencilla casa de madera, ubicada en uno de los callejones transversales, quedaba Argentina Suárez al cuidado de sus dos hijos: Andresito, de cinco años y Diana, la párvula de nueve meses. “Esa era yo. Muy ajena en todo momento a lo que estaba ocurriendo y lo sucedido horas después: un gran desastre espiritual y material, del cual tuve conocimiento cuando crecí, por las propias historias contadas por mis viejos, parientes y amigos, que lograron salvarse de aquel infausto huracán del 9 de noviembre de 1932”.
“Papá se paró frente al mar, fue testigo de aquel ruido extraño, desconocido para todos. Nadie podía dar fe de aquello, porque nunca antes habían escuchado tal cosa. Tampoco poseían información, ningún vecino ni autoridad local se preocupó por buscarla. Aunque sí, muchos se atemorizaron y comenzaron a alejarse del mar, como lo hicieron papá y mamá con nosotros en sus brazos”.
Puértolas sugiere a la esposa ir hacia otra morada mucho más fuerte. “Habían casas muy buenas, como la de Miguelito Martínez, la única vivienda que quedó en pie. En la parte superior de ella se salvaron muchas personas, incluida mi abuela y casi toda mi familia por parte de madre. Allí se encontraban también el Doctor Miguel A. Terradas, esposo de Esther Martínez Reyes, que ya tenía siete meses de embarazo. Cuando comenzó a subir el agua al nivel de la segunda planta, él le sugirió salir por una de las ventanas agarrados de la cola de su perro salvador, muy fuerte, pudiendo sobrevivir a la tragedia”.
Los moradores del primer hogar, donde buscaron protección Andrés y Argentina, junto a la prole, no se sintieron confiados, decidiendo alejarse todo cuanto pudieran. Los padres de Diana siguen el consejo, refugiándose en otra residencia, cerca de la salida del poblado, donde encuentran igual respuesta de sus dueños. El tiempo se iba descomponiendo, la prudencia aconsejaba no aguardar a una posible mejoría.
El frío invadió la madrugada del noveno día del onceno mes de 1932. “Mamá me llevaba tapada con un estola. Durante el trayecto, en busca de la parte alta: la línea férrea, ella perdió la estola que le había regalado mi abuelo Juan Suárez”. La preocupada progenitora le comunicó enseguida del extravío al cónyuge. “Papá bajó sus manos para tratar de hallar la estola, pero el contacto fue únicamente con agua salada”.
Con otros supervivientes
El calor materno se acrecienta frente a la adversidad, abriga, protege. La piel adulta envuelve a la niña. “Llegamos a uno de los tres vagones de carga colmados de personas en la vía férrea. Allí había muchas mujeres, hombres y niños. Los hombres se ocupan de la puerta de este tipo de vehículo”.
Cuando venía la avalancha de las olas, los hombres de mayor fortaleza corrían las puertas para alante y si arreciaban las ráfagas de viento procedían a realizar igual maniobra. “El viento impulso al vagón por la línea, posibilitándonos distanciarnos del peligro, pero los otros DOS se viraron, porgue la gente cerró las puertas y un golpe de viento los volteó, provocándole la muerte a todos aquellos que quedaron en su interior”.
Diana recuerda, lo afirmado por los santacruceños que lograron salvarse: “La fuerza de las olas, el agua y el viento tuvo lugar a las ocho de la mañana… era de día. Fue cuando entró el huracán. Desde las doce de la noche se sentía el ruido, muchos vecinos y conocidos andaban deambulando por las calles o esperando en las moradas sin decidirse a salir. El paso de ese fenómeno duró dos horas, bastante para acabar… poner fin a las vidas de personas inocentes”.
En medio de la odisea una jovencita, nadando, se acercó bastante al vagón “donde nos encontrábamos. Las personas pudieron determinar que era la hija más chiquita de Tin Ferrer, el dueño del aserrío que estaba en la playa. Papá me dijo que la jovencita andaba en ropa de dormir. Los hombres pidieron una soga… no había ninguna, la desesperación fue de ambas partes. Hasta que una ola se la llevó”.
Otras anécdotas
Aunque su garganta de momento se reseca y vienen algunas lágrimas a expresar el dolor, la Puértolas Suárez, toma aire, decidida a no detenerse. “La iglesia del pueblo tenía un cura llamado Bonifant, aunque vivía en una casita, en medio del monte alejado de la playa, donde está la calle B, del nuevo Santa Cruz, para dar alguna dirección exacta. Como permaneció en la capilla, murió ahogado. Apareció por el río Cauto, en Oriente, aún vistiendo la sotana”.
“Muchas gentes- afirmó- fueron a dar a los cayos porque el mar se los llevaba. Las grandes olas entraban y salían, arrastrándolo todo. Los que permanecieron vivos en los cayos se murieron de frío y hambre. Nadie tuvo la idea de recorrer esos sitios, de haber ocurrido, la suerte de esos santacruceños hubiera sido otra”.
“Aquí vino mucha gente de otros lugares, incluido un cañonero norteamericano. No ofrecieron ayuda, vinieron a robar, arrancándole a los cadáveres las prendas. Les dieron candelas a las palizadas, donde había cadáveres, y personas vivas. Papá a los pocos días, volvió a Santa Cruz, desde Camagüey, a ver si podía encontrar familiares que consideraba desaparecidos. Sentado junto a un hermano suyo encima de una de esas palizadas, sintió un débil quejido, poniendo esto en conocimiento del hermano, quien se percató que era cierto. Ambos retiraron cualquier cantidad de tablas y maderos, poniendo a salvo a una mujer bastante golpeada”.
“El Presidente Machado fue el culpable de la muerte de nuestros seres queridos, pues para poner el tren de auxilio solicitaban él y sus compinches 200 pesos, al no tener el Gobierno local esa cantidad no se pudo lograr nada. Esos gobernantes no tuvieron compasión, le dieron oportunidad al huracán para que hiciera añicos la alegría de familias enteras, en muchas de las cuales no quedó nadie, en otras muy pocos. Una enorme cifra de niños huérfanos o que perdieron el contacto con parientes, resultaron adoptados por familias acaudaladas de Camagüey. Algunos de ellos restablecieron relación al transcurrir de los años, pero ya no fue igual”.
“A los tres días de esa aciaga situación, el viejo andaba caminando con otros más, no sé quiénes eran, por un lugar que le decíamos La Chorrera, cercana a la desembocadura del río Najasa, de este municipio Todos vieron una jovencita colgando de su pelo entre las ramas de un arbusto. Contaba papá que la muchacha estaba con la piel bien tostada, coloradita, por el agua del mar y el sol. Le cortaron el cabello, la colocaron encima de una tabla y le dieron sepultura”.
“Con las maderas atropelladas por las olas y las rachas del viento se fueron reconstruyendo las viviendas a la orilla del mar. Nos sentíamos temor, aunque posteriormente papá levantó una casa en el nuevo asentamiento, donde Machado mandó a construir algunas viviendas, las que otorgaron mediante rifas. Eso no solucionó los problemas, fue solo una aspirina para unos pocos, mientras el resto de los que sobrevivieron tuvieron que salir adelante como pudieron”, terminó de relatar la octogenaria Diana. (Radio Santa Cruz)