Al sur

Imborrables evocaciones del ciclón de 1932

Imborrables evocaciones del ciclón de 1932El ambiente familiar predominaba en abundancia en aquel Santa Cruz del Sur, desaparecido hace 78 años. Unos a otros se ayudaban, estaban pendientes porque el bienestar no faltara en los hogares. El mar era su fuente principal de alimentos, aunque en el próspero comercio se podían encontrar muchos víveres y la carne de res.

Alegría sintieron los vecinos cuando  la línea férrea quedó edificada desde Camagüey en el año 1925, por interés de Mario Menocal, quien mandó a construir el central Santa Martha (luego Cándido González) .El tren irrumpía con su magia en el desconocimiento de la mayoría.

Fue así como a través de los rieles trajeron el primer automóvil propiedad de Manolo Couto, con ruedas macizas y las llantas de madera. Más tarde por igual vía se recibió un carro para el cuerpo de bomberos voluntarios.

Por el litoral aparecían dos veces por semana el vapor EL Martha y El Karina, venían de Manzanillo, el primero de ellos continuaba para Cienfuegos, ambos traían pasajeros y mercancías. Muchas embarcaciones de poco calado llegaban hasta los pintorescos muelles. El comercio de cabotaje iba desarrollándose.

En los negocios particulares los chinos ocupaban espacio. Vestuarios y calzados podían hallarse en otros pequeños establecimientos, además de bebidas,  licores y confituras. Una botica privada ponía en el dispensario los fármacos de la época, donde no faltaba el aceite de ricino. Los progenitores le hacían tratamientos a sus críos con el desagradable remedio.

Jóvenes operadoras del centro telefónico daban un servicio muy reconocido. Ellas enfrentaron la tragedia, murieron cumpliendo con su deber hasta el último momento. Mantener las comunicaciones era su objetivo, destruido por las embestidas de un furioso mar.

Los aserríos de los San Pelayo y Tin Ferrer, entre otros, funcionaban gracias a la corriente suministrada por la pequeña planta eléctrica  propiedad de Salvador Fluriach, rico empresario, quien era dueño además de la planta de hielo. Remolcadores de mediana construcción, trasladaron en sus bodegas  muchas piezas de cedros y caobas para Europa y los Estados Unidos.

Las calles del caserío se rellenaban con piedras de mar, por lo bajo del terreno. Dos hileras de jatas iban por todo el litoral de manera uniforme. La labor fue realizada por pobladores para romper el avance de las olas.

Las verbenas tenían famas en el bien distribuido parque, con una glorieta muy similar a la de los manzanilleros, donde tocaba con periodicidad la banda de música. Cultura y alegría estaban fundidas en las costumbres hogareñas, entre los remos, las redes, los anzuelos y las ideas por emprender.

El teatro de mampostería atrajo a importantes figuras del ambiente teatral y artístico cubano de la época, incluso a compañías extranjeras.

Conducía la enseñanza pública el aprendizaje de los pequeñines, a quienes después de vencer el nivel primario, no les quedaba otra alternativa que ayudar a los padres en distintos quehaceres;  los varones ayudaban a ganar el sustento familiar y las hembras a realizar labores hogareñas.

Una rústica carretera de piedra salía desde el litoral hasta más allá de un kilómetro. La llegada a la bella comunidad donde predominaban las edificaciones de madera, se hacía a través de caminos vecinales, difíciles de transitar en época de lluvias.

El extinguido poblado de pescadores por el huracán del 9 de noviembre de 1932 tuvo gran  fama, significativa era la laboriosidad de sus gentes, el desprendimiento bondadoso, la hospitalidad siempre abierta. Lo sucedido no fue un castigo, por la supuesta leyenda de habérsele negado un vaso de agua a una anciana. Si algo hemos heredado de aquellas víctimas y supervivientes es la generosidad y la solidaridad humana. Así somos los santacruceños.

Superviviente

Las fotografías se han vuelto descoloridas y distantes. Las angustias de aquel interminable fenómeno atmosférico no han podido retirarse del recuerdo, donde las olas  aún chocan entre maderos y cadáveres.

Siete años había cumplido Manuel Ventura Torres. Demasiada inocencia compartía junto a tres varones más y dos hembras. El más chiquitín sólo tenía nueve días de nacido, aún no había sido censado. Los progenitores esperaban mejor momento para hacer los trámites legales y ponerle un nombre.

El octavo día de noviembre amaneció lluvioso y siguió así durante toda la noche y la madrugada. La realidad del nueve presagiaba mal tiempo.

“Un guardia rural de apellido Abreu pasó por la casa, papá aprovechó para preguntarle  sobre el huracán. El militar sólo se limitó a responderle que no había peligro”.

La contestación no convenció al experimentado plomero, quien determinó sacar a toda la prole y a su recién parida esposa, nombrada Carmen Torres Acosta, para una casa de dos plantas, bastante cercana, construida hacía poco por uno de los mejores ebanistas y reconocidos carpinteros del poblado, Víctor Lachicott. “Ya el agua alcanzaba los dos pies o quizás más en la calle”.

El fresco olor de la madera recién puesta perfumaba el espacio. Estaban junto a otras personas en la segunda planta de la edificación. La desinformación transmitía inseguridad. “Hasta que el nivel del mar subió. Como muchachos al fin teníamos una ventana abierta. Fue terrible ver la vieja morada de Eroteido Ávalo, perderse en un remolino de agua salada. Enseguida comuniqué a mis padres ese triste hecho y ellos lo presenciaron”.

Un fuerte traqueteo del inmueble los hace tomar la decisión de salir de allí. Todos comienzan a montarse en las enormes masas de maderos, salidos de los aserríos. Desde la ventana se fueron  acomodando en las peligrosas “balsas”. Los gritos de socorro, la necesidad de ayuda, el apesadumbrado batallar por sobrevivir, la desesperación, eran envueltos por los aullidos del viento. El huracán era un asesino en serie.

“Conmigo iba Carlitos, uno de mis hermanos, lo tenía aferrado a mi cuello. Llegó a apretarme tanto,  que me faltaba el aire y le llamé la atención. El terror lo tenía reflejado en sus ojos. Pocos minutos después fuimos envueltos por una enorme ola. Con gran velocidad fui hasta el fondo… no supe más de él. Agarré  unos parales y subí a ellos, logro así, gracias a Dios, llegar a tierra firme, a más de un  kilómetro de la playa”.

El pequeño estaba lleno de incertidumbres, con hambre, y el frío debilitándole los huesos. Sus lágrimas eran el signo elocuente de su dolor, extrañaba los suyos. Había perdido, sin poder hacer nada, a uno de sus hermanitos. La llovizna picaba. Su camisa y pantalón mecánico llevaban un azul apagado.

Comenzó a observar hacia los alrededores, estaba al este, en medio del monte. “He podido sacar en conclusión, a la hora de rememorar el sitio, teniendo en cuenta los cambios ocurridos a través de los años y el desarrollo constructivo de este poblado cabecera, que estuve varias horas en lo que sería mucho después la calle Línea, pero cercano hacia la esquina de la calle C”.

Descubrió cómo cerca de un curvato varias personas se protegían para mojarse lo menos posible. “Estaban allí la familia de Nono Petit y Piti Fernández, la esposa de Diego Simón Crespo. Un señor llamado Titi Leyva, algo viejo, estaba tirado en el suelo, pedía desesperado que quería tomar agua…”. Manuel deja salir las lágrimas, toma aire y sigue narrando.

“Piti se quitó un zapato, en la pisada de algún animal había agua acumulada, pudo coger un poco dentro del calzado y se la dio a beber al pobre hombre, eso lo calmó”.

Los mayores decidieron salir de allí e ir hacia la casa de Mariano Salazar, vendedor de manzanilla y percheros de alambre. Al cruzar la línea se enfrentaron a un gran población de tunas y enormes masas de agua acumuladas, “parecía otro mar, el agua daba a la cintura, pero ellos me ayudaron, Mariano vivía cerca del Doctor Terradas, bien alejado de la playa. La oscuridad era horrible… las griterías y lamentos de todo el que llegaba eran desesperantes…” La llamita de un quinqué apenas daba para distinguir rostros.

Manuel Ventura Navaja, andaba como un loco buscando a sus hijos. Halló a Catalina, luego a Rosita, “y por último a mi, jamás aparecieron Carlitos, René, ni mi madre… ella era muy linda… ni el recién nacido”, refiere entre palabras quebradas y sollozos.

El tren de auxilio llegaba a una comunidad repleta de muertos, cementerios de maderas, pánico, desasosiego y desolación. Muchos infantes habían quedado solos en este mundo. Familias enteras se ahogaron, de otras quedaron pocos. Los sobrevivientes tomaron un solo camino entre el agua y las tunas. “Teníamos que llegar al tren, había entrado de marcha atrás, poco a poco avanzaba, mientras le libraban la vía de todo tipo de obstáculos”.

Durante el trayecto hacia Camagüey, a donde serían evacuados en distintos lugares, los llantos y lamentaciones hacían estremecer los sentimientos lastimados. Lo sucedido en Santa Cruz del Sur fue manejado suciamente por Gerardo Machado, presidente de la República en aquel entonces, y sus compinches de turno. La prensa de la época encontró el espacio suficiente para durante varios días hablar de la espeluznante catástrofe. Pero nunca publicaron que el tren no fue enviado a tiempo, porque los gobernantes locales ni los más poderosos quisieron pagarlo.

Santiago SantaCruz
Cortesía para Radio Santa Cruz