Las anécdotas de un viejo pescador santacruceño

La visión se la desgastó el mar, también le llenó de irremediables arrugas la piel.  “El salitre seguirá acabando conmigo, pero desde los 11 años no hago otra cosa que pescar”. Juan Muñiz Pérez ya sobrepasa las ocho décadas. “Me mantengo, como dice la canción”, aseveró.

 

A pocos metros del inmenso litoral costero estaba su vetusta casa de madera, asida al tiempo y las costumbres. El inoxidable hombre nació en Manzanillo. Fue el acercamiento al hermano mayor que lo dejó atrapado en Santa Cruz del Sur. Hace algún tiempo vive con su familia en un cómodo apartamento, de igual tipo a los entregados a los dagnificados del huracán Paloma.

 

“Vivo ahora alejado del mar. Voy casi a diario a La Playa, es como se llama ese poblado que tanto quiero, para sentir el ruido de los botes, el graznido juguetón de las gaviotas, acariciar el bote tirando el cordel “.

 

Si lo pusieran a escribir sobre los nombres y características geográficas de los cayos de Manzanillo y de este territorio, llenaría innumerables cuartillas. “Hay 13 cayos desde aquí hasta el puerto de Guayabal en la provincia Las Tunas. Entre ese fondeadero y la ciudad manzanillera está la cayería nombrada Sevilla y otra al frente de esa localidad nombrada cayo La Perla. Allí hay un faro por el cual se guían los grandes buques.

 

Los santacruceños tenemos tres cayerías cercanas: San Juan, Cayo Largo y Mordaza. Inmensa es la belleza de los cayos Rabihorcado, La loma y Algodones, en este último hay agua dulce”.

 

Al cambiar el rumbo del viento, Juan introdujo otra anécdota. “A usted no le va a alcanzar la tinta del lapicero“, manifestó jaranero.

 

“Un marinero más viejo que yo me contó, había encontrado hace tiempo una botijuela. La mejoría no la acababa de anunciar, se mantenía haciendo mareas en un cayuco, acompañado de un  amigo.

 

“Decidieron bajarse, en una de las salidas, del rústico medio y caminar por toda la costa en busca de fresca carnada, cuando ya hubieron de avanzar un considerable tramo, me relató, hallaron la botijuela.

 

“Enseguida la avaricia se le subió a ambos para la cabeza. Al reunirse un tercer pescador con ellos ya habían escondido el vetusto recipiente. Le entregaron generosos un poco de cebo solicitado por ése. Por suerte para los favorecidos el inoportuno compañero se marchó  enseguida entre continúas remadas.

 

“Uno de los amigos buscó una sucia sábana en el botecillo, acomodándola  ambos sobre la arena, para depositar en el trapo el supuesto contenido dorado o plateado de la pieza. Removieron nerviosos la vasija, saliendo únicamente un fango muy hediondo. En lodo de playazo se convirtió todo su egoísmo“.