Sobrevivientes del ciclón del 32 evocan tragedia de hace 83 años


 

Las primeras ráfagas de viento hicieron suponer a varios de los habitantes que el ciclón próximo a acecharlos no sería como los anteriores. Desde los primeros momentos los vendavales batían intensos echando el mar hacia las fangosas arterias del típico poblado de pescadores y comerciantes en Santa Cruz del Sur.

Varios vecinos consideraron al evento meteorológico, antes de aumentar en intensidad, como un monstruo demente. “Mamá y papá tomaron la iniciativa de salir a tiempo con sus diez hijos. Fui la cuarta en nacer y en la fila de la hembras soy la tercera”, señala Alicia García Victoria. La conversadora anciana cumplirá el noveno día de diciembre los 87 años, al ocurrir el huracán contaba 4 de edad.

“Apenas puedo acordarme. Hace tanto tiempo, que solo retengo lo dicho por mis padres. La prudencia nos salvó, no así a una tía mía nombrada Esperanza: el mar y el viento la mató junto a 8 de sus nueve criaturas. Resulta muy triste hablar de estas cosas”

Alicia y los demás consanguíneos se tomaron de las manos. Caminaban cercanos a los cuerpos guardianes de ambos progenitores. “Se nos mojaron los zapatos entre las indetenibles aguas saladas. Pero nos alejamos lo suficiente para no morir. Fuimos a parar a la casa de Tito Ruiz, a más de un kilómetro de la playa”.

Resalta cómo el gobierno revolucionario se ocupa de evacuar a todas las personas si se avecina un fenómeno atmosférico. “En esos albergues donde he estado no faltan las medicinas ni los medicamentos. Todo se garantiza. Sin embargo en aquella época el tren no llegó a tiempo porque no había quien lo pagara. A esa gente con dinero no les importó que murieran ahogadas todas esas personas”.

Vaticinio de madre

“Mamá era una persona temerosa, quizá por eso advirtió a papá que esperar por alguna mejora del tiempo era absurdo”, rememora Orlando García Sábado a las nueve décadas de existencia.

Aullaba el viento por la madrugada del día nueve de noviembre de 1932. La madre tenía a toda la prole en la cama. El laborioso motorista de la fábrica de hielo de los Fluriache accedió al pedido de su esposa.

“Yo tenía siete años. Ninguno de mis hermanos eran muy crecidos: Vivi, el menor, tenía unos meses de nacido. No podíamos saber qué podría causar ese huracán, pero mamá nunca se equivocó”.

Se trasladaron hacia la calle de atrás de la vecindad donde estaba la confortable casa de Eliécer Betancourt. “Ya se habían evacuado en ese hogar otras personas. Sin embargo resultó inteligente salir de allí cuando el agua entró y empezó a tomar altura. Caminamos dos cuadras hasta la estación de ferrocarril. Teníamos la esperanza de escuchar el pito del tren pero se lo tragó la avaricia de los ricos”.

El líquido salado en total desafuero atacó esa instalación. “Fue recomendable subir a una casilla de ferrocarril repleta de ropas. Primero nos acomodaron a todos los muchachos, en seguida tomaron lugar las personas mayores. Las rachas, para suerte colectiva, nos empujaron distante de las garras del ciclón. El día diez llegó la locomotora halando varios coches… ¡demasiado tarde! Muchas familias murieron otros de sus seres queridos quedaron solos”.

“No perdí ningún pariente, aunque llevo igual tristeza en mi alma debido a la gran cantidad de amistades que perdimos entre la maderas, las terroríficas olas y el aire excesivo. Al triunfar la Revolución ningún cubano ha quedado desamparado. Este es el poder del pueblo y para el pueblo”, puntualizó García.