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Pito y Gabriela: Eternos Enamorados

Santa Cruz del Sur, 4 feb.- Juan Almenares Guerra, Pito, descendiente de aborígenes, y Gabriela Meriño Guerra, una mulata camagüeyana amante del mar y la pesca, son protagonistas de una idílica e íntima historia de eternos enamorados.

No obstante el curso del tiempo, son recordados con admiración en Punta Bonita, Santa Cruz del Sur.  Magdalena Martha Miranda Cabrera, desde su niñez conocía a Pito, quien le decía Pucha.

«Ni Pucha, ni Magdalena. Todos me conocen por Cucha o Martha. Si, Magdalena es mi primer nombre, pero Magdalena es para gente sufrida. Mi mamá me peleaba por omitirlo. Ella siempre me decía que ese era mi nombre, el que tenía que llevar. Pero Magdalena no lo uso  para nada», me aclara Cucha.

Martha Miranda permanece desde que nació, hace más de 83 años, en Punta Bonita, donde disfruta de un hermoso paisaje marino. A pocos metros de su humilde hogar residía Pito.

Una mañana de mayo Cucha observa, extrañada, vestir a Pito sus mejores ropas y zapatos.

« ¿Para dónde irá? Nunca había visto a Pito tan acicalado».

— Gabriela había viajado de Camagüey con la promesa de vestirse de saco de jute. No supe el origen de la promesa — aclara Roberto Machado, quien desde niño conoció a Pito.

En Camagüey Gabriela reconoce la silueta de Pito.

«No existen dudas ese es el pescador que me hechizó en Santa Cruz», dice para si Gabriela.

Él venía del mar, con el olor de la arena y el mar en su cuerpo. Entonces sus sonrisas se mezclaron con el sonido de las campanas y bullicio de las Romerías. Era como si buscaran la otra cara del sol. Ella, vestida de pureza y amor.

«SI, en Camagüey conoció  y se enamoró de la mulata ¡Gabriela era Gabriela! ¡Una mujerona de cuerpo! Bonita de cara no, pero tampoco era fea. Pito se enamoró de verdad de Gabriela».

La familia de Gabriela  se oponía al matrimonio. «Se consideraban  adineradas, por eso no querían a Pito. A Gabriela no le importó la vida en la ciudad y dejó atrás las comodidades. Vino pa’ acá», opina Cucha.

Ella, de fortaleza física y carácter fuertes, estaba decidida:

— Yo me voy con Pito. A mi hombre no lo dejo por nada.

— Necesitamos, Mima, estar juntos, en un sitio con agua y viento que nos «queme» el sol,– le dice con ternura a la mulata el pescador.

— Yo me voy contigo Pipo. Quiero sentir, en mi rostro, la brisa del mar, y en mis pies, la arena.

Pito no tuvo otra opción que «raptar» a su gran amor, única alternativa para defender la felicidad. ¿Eran conscientes  de una unión que solo la muerte la podría separar? ¿Abordaron el bote y zarparon a la mar? ¿Crearon un nido de amor «prohibido» en un cayo de los Jardines de la Reina, donde curtieron aún  más sus cuerpos con el sol y el salitre de ese extenso Archipiélago? ¿Encarnaban a los personajes de la obra El rapto de las mulatas, del artista de la plástica Carlos Enrique?

Cuando la familia de Gabriela no podía romper el juramento de amor eterno se establecieron en  Punta Bonita.

«Ellos ahí hicieron un ranchito en la misma puntica donde se termina la Playa. Una casita que se mantenía llena de redes. Un ranchito chiquito y otro para los avíos de pesca».

Se trataba de una humilde casa  de tablas viejas,  guano y yaguas a pocos metros del actual muro del malecón, en la misma entrada de la Cañada.

–Amor mío, me voy de pesca. Regreso pronto.  ¿Sabes? Veo en tu mirada la tristeza disimulada de dejarte sola.

–Deseo estar contigo, Pipo, en el amor y en la pesca. Percibir cuando pique el pez y la aventura de luchar contra el viento y la tormenta.

–Mima, si es tu deseo vamos a preparar los avíos. Hoy es un día perfecto. El mar está como un plato. No te preocupes es muy próximo a  la costa. Pescaremos en Punta de San Juan.

Martha Miranda Cabrera (Cucha), se sentaba en el muro del malecón, en la misma punta de la playa, a contemplar el mar. A lo lejos, entre Punta San Juan y Cayo Muerto, divisaba, sobre la cubierta de un chalán,  las tenues siluetas de un hombre y una mujer.

« Pito pescaba solo. Gabriela comenzó a pescar con él. Primero en un chalán, a remos. El viejo Almenares (padre de Pito),  tenía un bote: El Sacrificio. Se lo entregó a su hijo. Gabriela y Pito eran jóvenes todavía.  No una juventud de 18 o 19 años. Ya eran mayores», me dice Cucha.

No tuvieron hijos. La mulata, antes de conocer a Pito, había dado a luz  una niña. «Yo la conocí. Ella venía esporádicamente. No es la que estaba ahí con su mamá. La muchacha venía de veraneo con su esposo. Se pasaba  temporadas con Pito y Gabriela», rememora Cucha.

Se les perpetúa con redes cargadas a los hombros, anzuelos listos para labores extractivas y pies descalzos sobre la cubierta de su embarcación  construida por carpinteros de ribera. «A Pito jamás en la vida lo vi con zapatos bonitos ni nada. Descalzo. Ni en chancletas. Antes  el pescador no tenía vida de nada. Aquí, donde le cogía la noche ahí mismo se acostaban».

En el pintoresco y acogedor poblado, aconteció toda la vida matrimonial de la pareja. El bote El Sacrificio constituía el principal refugio de ambos pescadores.

Pito, trigueño, de hablar pausado, poco reír, mediana estatura y delgado, aunque con la fortaleza del rigor de las faenas del mar, poseía, al igual que Gabriela, una limitada formación educacional.

Cambiaron los libros, las libretas y los lápices, por el cordel de pescar, los anzuelos, la atarraya y las redes. Cocinaban y dormían en la embarcación que constituía su verdadero hogar.

Pito, además, era muy dicharachero.

«Por lo regular salía de la casa  y no venía callao, venía cantando, cantos de antes, décimas y algo de eso», me confirma Cucha.

Se profesaban un amor inmenso. Parafraseando a la poetisa Elvira Sastre: «Quizás solo se trata de encontrar a quien te sigue mirando cuando tú cierras los ojos».

Martha Miranda, rememora: «Ellos eran un matrimonio muy querido. Aquello era una melaza. Pito le decía Mami a Gabriela. Y Gabriela decía Papi a Pito».

Se unieron como pareja en la vida y en el duro oficio de los avíos de pescar.

Rafael Miranda, el padre de Cucha,  resaltaba la fortaleza de Pito y Gabriela:

— Oye Pito, ustedes no le dan vida al médico Terrada, porque ustedes no se  enferman ni pa’ el carajo.

— La cura está en el mar — le respondía el humilde pescador.

— Y también en la pesca amigo, Miranda –le añade Gabriela.

Tejieron una impresionante historia de amor, entrega y dedicación a una faena arriesgada y peligrosa. Estaban dispuestos a asumir con devoción  el milenario arte de pescar.

Pito y Gabriela formalizaron un matrimonio de más de 50 años curtido por el salitre del Guacanayabo.

–Nuestro amor, Pipo, alineado en la pesca y en el bote, se fortalece, por eso somos tan felices y unidos.

–El mar y nuestro bote son y serán siempre nuestros hogares.

— Quiero sentarme y reírme contigo, Papi, pescar a tu lado. No quiero extrañarte NI imaginar tu regreso– le pide Gabriela.

Disfrutaban con pasión el universo marino del que siempre formaron parte. Ese era su mundo, junto con la unión matrimonial, el bote, la playa y Cuba.

A Gabriela se le veía con frecuencia en la cubierta de su barco en la Punta de Playa Bonita, con los pantalones arremangados hasta la rodilla y con olor a mar y a pescado.

« Tenía un cuerpazo ¡Vaya que tenía que decirle a usted esa mulata! ¡Seguro que sí!  Gabriela era una mujer que llamaba la atención», la describe Cucha.

Pito y Gabriela tenían la piel surcada, áspera… e incendiada por el sol.

Pero detrás de un gesto duro estaban personas respetuosas y amables.

Pito ceñía un desgarrado sombrero de yarey; sus dedos y las manos se mostraban moldeados por el roce de los avíos de pescar.

«No había nadie que se le quisiera montar, ni abusar de ellos en cualquier situación, porque antes había muchos abusos, muchas cosas. A Pito y a Gabriela todo el mundo los respetaba».

Del bote y el rancho solo se alejaban para ir a la cooperativa y los entornos de Punta Bonita. En la lancha, su verdadero hogar y confort, se sentían felices.

Gabriela, más comunicativa que su esposo, mantenía una excelente relación con pescadores y vecinos.

«Pito era más corto y más aguajirado. Se trata de un matrimonio que jamás tuvo disgustos con ninguna persona. Porque eran tan buenos, lo mismo ella que él».

Roberto Machado Naranjo nos aproxima a la personalidad de Gabriela.

«Radicó todo el tiempo en la punta de la playa donde desembocaba el rio (Najasa).  Conversaba con ella y Pito. Ambos con sus característicos lenguajes se sabían comunicar. Gabriela tenia un carácter fuerte, pero muy buena persona».

El matrimonio entre Juan (Pito) Almenares y Gabriela Meriño deviene oda al amor y a la vida en pareja; un canto a la amistad y  resiliencia. Pito siguió mirando a Gabriela sobre la cubierta de su bote aun cuando su amada había cerrado los ojos para siempre.

Al verla partir, lanzó una rosa blanca al canalizo de entrada a la Cañada, donde junto a Gabriela, vivió más de medio siglo sin separarse un instante. A la flor, resplandeciente, la fuerte corriente la arrastró hasta la diminuta playita de Cayo Muerto para abrazar su alma eternamente.

Pito escribió el nombre de Gabriela en la arena.

— ¡Ay Gabriela cómo siento tu ausencia! En mi corazón queda el alma, el alma sin tu cuerpo. Navegaré en el tiempo para volver a atrapar tus manos, y retorna al bote Sacrificio, nuestro nido de amor.

En el alma del pescador se refugió la tristeza de hombre solo. Al caer la noche contempló la aurora oscura del Guacanayabo y el barco, sin Gabriela a bordo.  En sus ojos brotaron lágrimas ardientes.

(Fragmento del proyecto de libro Entre laberintos: Historias  forjadas  con las arrugas del tiempo. Por Lázaro David Najarro Pujol/ Ilustraciones René de la Torre Aguilar)