Historias de un respetable barbero (II parte)

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Al mudarse la familia para La Palma de la Cruz, ahí en el propio Oriente cubano, no tuve la misma posibilidad con las yaguas de los palmares, por quedar estos más alejados de donde vivíamos. Sin embargo, llegó a mis oídos que Amparo Fuentes la dueña de una fonda, pagaba la docena de botellas limpias a cinco centavos. Fue ese el prodigioso manantial de financiamiento que comencé a utilizar a fin de atraer nueva clientela, por supuesto, pagándole a aquellos decididos a exponerse.

Casi tan fuerte como una campaña política, hube de realizar la mía para convencer a algunos muchachos. El “servicio” no resultó efectivo en uno de ellos; la madre de ese me llamó la atención muy descompuesta, criticándome por el nada encantador pelado que le había hecho a su hijo, incluso me prohibió se lo peleara nuevamente, recalcaba alterada que yo le había dejado en candela el cocote al crío al emplear vidrio en el afeitado. Pensé después en la exagerada postura de esa mujer, ante un aprendiz dispuesto a volverse famoso en la barbería.

Por aquel recóndito lugar había probados barberos. Aunque tal vez no se crea, a ninguno le gustaba enseñar las habilidades de sus libritos personales y menos aceptaban que alguien interesado en aprender se pusiera detrás del sillón donde le sacaban lasca al negocio, se consideraba de mala suerte.

A Niquero fui a ver un pica pelos muy entrado en años nombrado Yeyo Pérez. Ese señor, aseguró a mi papá, se encargaría de darme las lecciones fundamentales.

En cuanto me puse a su disposición no le vi intenciones de convertirse en mi maestro. Quiso le echara aire con una penca mientras trabajaba, le llenara con agua varios tanques en su casa… muchas encomiendas que nada se acercaban a lo que deseaba conocer.

Y los quilos de propina, ni hablar, esa fortunita se la embolsillaba, dejándome como pichón de querequeté: la boca abierta sin nada adentro.

El último encargo, recuerdo me dio el anciano, fue venderle dos cubos repletos de ajíes. Los tomé sin ponerle mala cara; en cuanto pasé cerca del muelle propiedad de un tal Niponcio Compostela, los baldes y la carga de verdes condimentos los mandé de paseo al agua salada, así deseé agradecerle las clases al señor Yeyo Pérez.

… Continuará