Nuestros niños en la guerra

Nuestros niños en la guerraTodavía en las fotografías sigue congelado -quién sabe si de tiempo o si de miedo- el parque de diversiones de Pripiat que nunca llegó a inaugurarse, continúa quieta la gigantesca estrella que no pudo girar cargada de risas, se pueden ver en las revistas los zapaticos sin dueño en la guardería infantil, los cuadernos dejados atrás como en el peor de los naufragios… la marca profunda de Chernobil.

El 26 de abril de 1986 ocurrió allí la tragedia que desde entonces acompaña la piel de ese pueblo como lunar cancerígeno o ponzoñosa tinta. Dicen que fue el accidente nuclear más grande de la historia y que el material radiactivo liberado resultó 500 veces superior al que tajó sin compasión a Hiroshima. Dicen que tampoco la herida de Fukushima se le acerca, ¿pero es que acaso se puede medir la intensidad de la muerte? Un niño que sufra ya es demasiado dolor.

Cuando se pidió ayuda al mundo, Cuba fue de las primeras en mandar especialistas y el 29 de marzo de 1990 llegaron a La Habana, en dos aviones nuestros, los primeros 139 niños afectados. Al pie de la escalerilla los esperaba, en su primera tarde caribeña, un hombre barbudo, de verde corpulencia, que enseguida dispuso un programa de atención integral para esos pequeños atrapados por enfermedades oncohematológicas.

Fidel fue el mejor de los 11 millones de padrinos que tuvieron, en el hospital dispuesto en Tarará, más de 25 000 personas de Rusia, Belarús, Moldavia, Armenia y Ucrania, sobre todo de Ucrania y más que todo, niños. Allí estuvo al tanto de sus terapias oncológicas y trasplantes de médula ósea y riñón, de las cirugías cardiovasculares y las más de 600 operaciones neurológicas y ortopédicas. Alrededor de médicos, psicólogos, enfermeros, maestros e instructores deportivos siempre sintieron un hálito esmeralda que, aun de lejos, curaba.

Cuba nunca sacó cuentas, pero alguna fuente ucraniana ha estimado en 2 000 millones de dólares el esfuerzo que hicimos para echar a volar otra vez a tanto niño de alas rotas.

Y salieron, pero a la luz de lo que pasa en su país no podemos dejar de preguntarnos qué caminos tomaron María y Vitali, qué hacen Alexander e Irina, cómo viven Tatiana y Dimitri. Ucrania se desangra en guerra fratricida y ese lamento de algún modo concierne a los cubanos. Ya son más de 2 000 muertos, ya rebasan 5 000 los heridos, y los desplazados dentro y fuera del país superan los 415 000.

Uno lee las cifras y no puede dejar de recordar a las 135 000 almas que al momento de la explosión en Chernobil tuvieron que alejarse a la carrera y los 200 000 muertos directos e indirectos que ha dejado en tantos años aquella llaga nuclear. Uno escucha los partes y se pone a pensar si alguien ha matado a uno de los niños que curamos.

Esos pequeños que sanamos aquí a base de medicinas, de playa y de una especie de «vampisol» de la solidaridad, esos muchachos que ahora son padres de otros niños quizá nacidos con un gen torcido por la química, tenían derecho a dejar de sufrir. Sin embargo, están envueltos en una nueva pena letal, un dolor que quema, un sollozo nuclear en sus familias: la guerra.

Antes fue Pripiat un centro de dolor; ahora, las lágrimas pueden brotar en Lugansk y Donetsk; mañana, quién sabe. Y el sobrado heroísmo del pueblo ucraniano, demostrado con creces por los «selladores» de Chernobil que construyeron al instante un sarcófago para el reactor averiado cuando sabían que eso los condenaba, y evacuaron a otros sin pensar en sí mismos, se malgasta en estos días en seguir la explosión política fraguada con fórmula de Occidente.

Ucrania nos duele. Uno lee noticias o escribe crónicas y tiene que anhelar que nuestros muchachos de Chernobil no estén entre los que mueran ni entre los que maten. Uno quiere pensar que aquí y allá aprendieron el mejor verbo de la existencia: amar. Y frente a la tozudez de los titulares, uno tiene como cubano la remota esperanza de que las olas buenas de Tarará, que curaron el cuerpo y la risa de miles de niños, se den un oceánico estirón y tiñan de azul el luto del mar Negro para sanar de una vez el alma herida de Ucrania.

Por Enrique Milanés León

(Tomado de JR) (Foto: Archivo)