Reflexiones de una adolescente adulta (+Fotos)
Quito, 17 sep. – Soy una adolescente jubilada que intenta llevar una vida jubilosa.
Estoy convencida de que hay jubilados viejos y jóvenes, y no me refiero a la edad.
Creo que la edad es solo un número, intento aislarme de los pensamientos que la sociedad prejuiciosa tiene sobre la edad, la enfermedad y las carencias.
Estoy convencida de que cuando una se jubila es cuando recién de verdad se comienza a vivir con libertad. Por ejemplo, para mí todos los días son domingo y cualquier día o noche, puede convertirse en una fiesta. El reloj ya no es mi carcelero.
Antes vivía apremiada por el tiempo, anhelando el fin de semana que me devuelva la cordura del descanso y la serenidad, contaba con los dedos los días que faltaban para el próximo feriado y vivía con los nervios acalambrados por las cuentas por pagar, el trabajo por hacer y el estrés acumulado por los temores reales o imaginarios y por la prensa que vende escándalos, pero olvida los actos bondadosos de mucha gente noble.
Creo que la verdadera vida se inicia con la paz y no tiene nada que ver con lo que pasa en el infierno del afuera y de los otros.
Ahora trabajo de verdad y en lo que me gusta, elijo crecer y desarrollarme a voluntad, aprender todos los días algo nuevo que me interese porque soy más curiosa que un gato, penetrar en el riesgoso laberinto del autoconocimiento sin la locura de querer agradar a nadie, correr en maratón si me place dado que cuido mi salud, leer todo el día si me viene en gana, fantasear con aventuras y viajes y -si puedo- hacerlas realidad; intentar manejar (no siempre es fácil ) la vida por internet y ordenar mi mundo desde el dominio imperial de mi hamaca, rodeada de libros y plantas.
He desarrollado un amor especial por mi casa que es mi verdadera patria, sus cálidos territorios son añorados cuando viajo o estoy muy lejos de ella. Reclamo mi casa, mi cama y mis pantuflas como se reclama la identidad y los derechos. Amo a mi gato que se despereza con la armónica belleza de una escultura griega y atesoro los recuerdos que me garantizan una nostalgia viva que me permite escribir y evocar momentos placenteros o tristes a voluntad con solo accionar el botón de la imaginación.
No creo en el concepto tradicional de la vejez, sino, creo, como escuché en alguna parte, que no tengo años, sino mucha juventud acumulada. Y es esa juventud acumulada la que me permite desafiar mi cuerpo y mi mente con nuevos retos que hacen que cada día tenga una pequeña dosis de aventura y adrenalina. Me alimento muy bien con una dieta equilibrada para mantener lo más lejos de mi vida a los matasanos y a la industria farmacéutica que cronifica y nunca cura las enfermedades, aunque eso no siempre es posible.
Recién me integré al complejo mundo de los jubilados. Soy una novata que camina al tanteo por la cuerda floja de la incertidumbre y de los descubrimientos, lo que lo hace mucho más interesante, porque hay muchos clichés por desafiar y muchos mitos por derrumbar y es bueno encontrarse por ahí con algún desatinado que viéndome trotar y nadar a todo galope, con la quijada desencajada, los ojos como platos y una desafiante barriga cervecera, no deje de exclamar: –Pero… cómo, si no se comporta como una jubilada… y luego, poniéndose a tono, paternalista a la vieja usanza: ¡Cuidado, que le puede dar un infarto!
Y entonces me doy cuenta de que existe una conspiración social contra la inevitable y misteriosa vejentud, y por eso algunos esconden su edad como si llevaran sobre su rostro una fea verruga. Todos quieren llegar a la vejez; pero cuando llega, todos la niegan.
Quizás porque la sociedad tradicional pretende ordenarles cómo ser y pensar, cómo vestir y actuar, cuándo amar, limitarlos en la cuadratura del círculo y por último hacerles creer que forman parte del lote que está fuera de circulación, desecharlos como se saca de las perchas un alimento cuya fecha de caducidad ha expirado. Como si el espíritu y los talentos fueran un producto perecedero como la carne molida o el pescado.
Algunos jubilados (jóvenes o viejos), cuando se quedan solos y sin propósitos que den sentido y significado a su existencia, suelen descubrir un gran vacío interior, los días son largos, sus manos cuelgan inútiles y reparan en que buena parte de la sociedad consumista los considera inservibles y los arruma en el sótano social de la invisibilidad en donde solo habitan el polvo y las telarañas. Se encuentran sin nada qué hacer, marcados por leyes fatalistas acerca de lo que “a su edad deben realizar o no”, tachada su conducta inusual (si se atreven) con el adjetivo de “viejos ridículos”; quizá, muchos, con el corazón rebelándose frente a un destino incierto. Zombis, empiezan por engordar, no porque consuman más alimentos, sino porque ya no hay la obligación de levantarse temprano, ni de caminar esas calles que lo separaban de su antiguo trabajo. El sofá se convierte en un destino. La casa en su cárcel. Descubren que ahora tienen un trabajo más pesado: cargar consigo mismo, con su “inutilidad” declarada oficialmente, con la agonía fatal de no saber qué hacer con el resto de su vida. Ven con asombro que el país, las leyes, la vía pública están diseñados para gente que nunca envejece, para piterpanes eternos tras el elixir de la juventud anhelada, que los años son una enfermedad a la que hay que esconder o maquillar; que la única obligación del jubilado- casi una súplica subliminal del Estado- es morir rápidamente.
Entonces piensan, no sin cierta tristeza, que una sociedad que no respeta a los mayores, no respeta su pasado. Que un país que no planifica la vejez de sus habitantes está condenado a no disfrutar de los frutos de la experiencia.
Concluyen que en un mundo en que nadie se asombra ante tanta violencia criminal, injusticias e infamias, la anormalidad del maltrato al adulto mayor es de lo más normal.
Por eso, los jubilados suelen ser una clase invisible para los poderes públicos, un grupo etario cuya existencia solo sirve para voluntariados, geriátricos y asilos, y que existen escasos proyectos sociales y poca voluntad política para hacer respetar su dignidad y sus derechos, los derechos de aquellos que hicieron posibles los derechos que existen en el país.
No quiero explayarme en el cliché de que todos los viejos son sabios, hay muchos que son necios y tontos, lo fueron toda la vida y lo seguirán siendo, gente que no madura con la edad y se vuelven más infantiles; pero la verdad es que, si acaso, algunos han aprendido de la experiencia y consideran que cada etapa es una oportunidad de aprendizaje, seguramente tendrán una vejez reflexiva y sabia, en la que los jóvenes y las nuevas generaciones podrán reflejarse como un espejo.
Estoy convencida de que una acción terapéutica en todas las épocas de la vida es intentar pensar distinto, pero no sé por qué, quizás porque hay más tiempo y perspectiva, esto se puede lograr durante el periodo de vida de los jubilados, si hay ganas, propósito y voluntad. Pensar distinto nos garantiza despedazar los límites que nos imponen y descubrir que parte de la belleza de la vida es la novedad y los descubrimientos y que la creatividad está disponible, en cualquier etapa de la vida, de mil maneras como un don maravilloso a los que cualquiera puede tener acceso, si no se deja atrapar por el agobio del tiempo, los horarios o los límites autoimpuestos y si mantiene hábitos saludables.
Tengo una tía que se reveló artista pintora a la edad de los 65 años, jamás estudió arte ni composición cromática, sino que descubrió los colores y los pinceles como una epifanía luminosa mirando al mar desde su casa en Ballenita.
Conocí a un hombre maravilloso que el día en que se jubiló se lanzó sobre una torre de libros selectos que habían languidecido una eternidad esperando el tiempo y las circunstancias para ser devorados por su perpetua hambre de conocimiento.
Tuve una madre que dos días antes de morir, a los 77 años, se despertó abruptamente de su cama con el firme deseo y voluntad de aprender a conducir, venciendo los temores de siete décadas y un cáncer que le devoraba las entrañas.
En la carrera contra el reloj tenemos mucha gente que nos muestra un camino de inspiración, aquel genial escritor que creó el personaje Alonso Quijano, al que por “el poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro”, el inmortal Miguel de Cervantes, quien escribió El Quijote a la edad de 58 años. El escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura, se inició como escritor rondando la fresca juventud de los sesenta y publicó con 73 años su genial novela “Ensayo sobre la ceguera” llevada al cine con el nombre de Blindness. Penélope Fitzgerald, la escritora inglesa, publicó su primer libro a los 60 años, al igual que Frank McCourt, ganador del Premio Pulitzer con su intensa y conmovedora novela autobiográfica, Las cenizas de Ángela. El gran escritor japonés Haruki Murakami, tan famoso que los lugares en que se ambientan sus novelas forman parte de los tures que se organizan al Japón, ganador de los más importantes premios literarios, a los 74 años es corredor de fondo y ha participado en maratones y triatlones en los más populares eventos deportivos del mundo, ha corrido entre 40 y 100 kilómetros por torneo; sus reflexiones sobre la relación entre este deporte y la literatura las ha plasmado en un ensayo titulado De qué hablo cuando hablo de correr. Los biógrafos de Johann Wolfgang Goethe escriben que este terminó su obra magistral el Fausto a la edad de los 82 años. Las más excepcionales obras del pintor y escultor renacentista Miguel Ángel que han admirado al mundo, fueron creadas en el periodo de sus 60 a 89 años.
Todos ellos han desafiado estereotipos y límites.
También nos encontramos en el siglo XXI ante un nuevo concepto de la madurez y ya no podemos clasificarla según el grupo etario, porque la edad se ha vuelto muy subjetiva, depende de la buena salud, la predisposición anímica, las creencias y, especialmente, la condición socioeconómica del jubilado que tiene que ver con las previsiones en su juventud. Si antes, dentro de la descripción de un personaje de una novela clásica, se hablaba “del anciano de 50 años”, hoy vemos por las calles a estos supuestos “ancianos” correr maratones, tener el rostro terso como una margarita y ejercitarse como un muchacho con las mancuernas en el gimnasio. Y casi siempre mantener viva la ilusión aprendiendo algo nuevo y enamorándose de la vida.
Simone de Beauvoir escribía que la vejez es un destino, destino que los más jóvenes niegan porque existe la delirante presunción de que no van a envejecer nunca y que esta es evitable; quizás lo sea en el futuro, por lo pronto uno de los dones de la madurez es la capacidad de perspectiva y lucidez que se desarrolla con el tiempo y la convicción de que el futuro no cuenta tanto como vivir el presente real, pensando que quizás cada día puede ser el último.
Rubén Darío escribió Juventud divino tesoro, ya te vas para no volver… y mejor que no vuelva mientras se pueda gozar de salud y de una madurez lúcida y rica, llena de la experiencia que otorga la revelación del conocimiento y de una visión holística de la vida.
(Aminta Buenaño Rugel, colaboradora de Prensa Latina) (Tomado de Firmas Selectas de Prensa Latina)