[:es]Ignacio Agramonte, un camagüeyano de autoridad natural[:]

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Santa Cruz del Sur, 11 may.- El cuerpo se le volvió bello en la lucha porque llamó a los camagüeyanos a pelear con la vergüenza. Sin dilaciones le dio la espalda a las comodidades hogareñas, sacrificó su amor con Amalia Simoni, también el del hijo para juntarse con los hombres de iguales ideales en el llano redentor.

No quedaba de otra. La guerra era la única vía para echar abajo con la fuerza del toque a degüello y la potencia de la pólvora al enemigo convertido en ejército. Dispuesta estaba la metrópoli española a obstaculizar los objetivos de los mambises en la Isla.

La autoridad moral del Mayor Ignacio Agramonte inspiraba a los subordinados a no flaquear. Grande era el patriotismo que lo oxigenaba sin soltar la espuela. Quería ver la felicidad de los hombres en la Cuba libre, aunque para ello la vida quedara envuelta en sangre.

Fue la abnegación de Agramonte su mayor gloria. Caballo, rifle; aspiraciones dichas, escritas sin dejar de enfrentar al opresor. El beso a la amada desde la distancia, la canción de cuna tarareada al retoño, muchas veces en sueños, lo inspiraba a unir a los valientes.

En las horas de tumulto se iluminaba de qué manera la estrella del guerrero. La autoridad del líder se alzaba hacia el verdor de las palmas al volver de sus glorias combativas.

Deseaba al terminar la contienda dejar de ser militar, se lo había jurado a Amalia. En Jimaguayú una de las balas perdidas del invasor le cegó el propósito. Al Mayor no pudieron los españoles aniquilarle el espíritu. Pudieron profanarle el cadáver, nunca el ejemplo.[:]