Santa Cruz del Sur, a pesar de la tragedia, ama el mar

 Santa Cruz del Sur, a pesar de la tragedia, ama el mar (Bernardo Hernández Sánchez)Desde La Punta de Playa Bonita se apreciaba mejor la hermosura de la cañada, donde los pescadores resguardaban los botes ante la llegada de un mal tiempo. Cercano a esta angostura salada existía un tupido bosque, donde otrora hicieran vida grupos de aborígenes. Un manantial de dulcísima agua salido de las entrañas de la floresta, abastecía a los pobladores de Santa Cruz del Sur, que carecían de agua potable y en la primavera recurrían a los curvatos (grandes tanques de madera) para aprovechar el primordial líquido.

Imágenes de la Peregrinación al Cementerio
Imágenes de Santa Cruz del Sur antes de 1932
Imágenes de Santa Cruz del Sur después de 1932
Video con el testimonio de otra sobreviviente

Los sures exhortaban a los festines, los temporales al recogimiento, todos se habían adaptado a convivir con el mar porque sencillamente los nutría, todos los meses y todos los años. Las mujeres rezaban en cada salida de sus esposos, hijos y demás parientes hacia los pesqueros. Las beatas vistiendo largos vestidos desandaban las fangosas calles para llevar sus oraciones a la iglesia y pedir por la protección de los habitantes del pueblo.

“Abuela Mariquita contaba, que un hombre muy mayor venía frecuentemente a predicar por las calles de alante y de atrás, diciendo: Va a haber una prueba. El anciano se quejó, porque pidió agua a los ricos y se la dieron en una lata sucia. Mariquita se persignaba y exponía, que el viejecito manifestó a la gente de dinero: De esa agua que me dieron, a ustedes les va a sobrar”.

Bernardo Hernández Sánchez, cumpliría 7 años el 16 de noviembre de 1932. Sus padres Enma y Severino tenían otros cinco hijos, y aunque sus recursos económicos no eran numerosos, algún obsequio barato le iban a comprar al pequeñín, en el abastecido comercio.

“Siete días antes de mi esperado cumpleaños, ese sombrío 9 de noviembre, el tiempo empezó a ponerse feo de verdad. Los pescadores comenzaron a asegurar los botes, mientras el cielo tomaba un color negro como la maldad. Llovía, mientras el mar ocupaba las calles, como de costumbre, pero en ese momento su nivel iba en ascenso peligroso. Papá decidió sacarnos a todos, salir pronto de aquel lugar, proclive a convertirse en un infierno”.

Los Hernández Sánchez salieron con lo imprescindible. Mientras caminaban, protegían en los brazos a los de menos edad. “Frente a nosotros venía a toda marcha el carro de los bomberos. Mis viejos se percataron que al chofer le faltaba la cabeza. Alguna plancha de zinc, seguramente, se la había cercenado. El viejo le tiro un palo a las ruedas delanteras y pudo detener el vehículo”.

Al pasar por la inmensa casa de Serapio Ávalo, un hombre de abundante fortuna monetaria, se intercambiaron saludos entre él y la familia Hernández Sánchez. El acaudalado señor preguntó al padre para dónde llevaba a su esposa e hijos, ése le respondió que iban a ir hacia el monte, para alejarse bastante de la contingencia, “pero Ávalo quiso ser amistoso y ofreció su casa, donde ya había otras personas refugiadas. Papá aceptó. La vivienda era bien fuerte, de buena madera, eso cambió la idea del viejo y decidió enfrentar la suerte junto a ellos”.

Nada detuvo al agua. Subieron a los infantes encima de una mesa, hasta en los escaparates, sin embargo el mar iba cubriendo mayor espacio. “Los mayores rompieron el cielo raso, y nos sentamos entre esa parte de la morada y el techo. Eso no bastó, hacia la cubierta tuvimos que ir. Un fuerte golpe de una ola echó abajo la casa. En ese mismo instante la suerte estaba echada, para algunos fue fatal. Para los que salvamos nos quedó para siempre la congoja”.

Mar bravío, quejidos casi imperceptibles, astillas de madera se tornaron diabólicas puyas. Los clavos escondidos entre las oscuras aguas ponían rumbo impreciso, metidos, como malhechores, en las piezas de cedro, caoba o cualquier otra madera. Las ventoleras le proporcionaban certeras punterías a sus puntas causando terribles heridas a las víctimas.

“Mucha palizada andaba al garete, no me dejaba salir a flote, quise entonces asirme algo y estiré mi brazo de derecho, lo logre sin saber qué era. Alguien me cogió por la mano y me subió. Estaba lleno de fango. De mi cabeza brotaba la sangre, una puntilla me había lastimado, mi padre no me reconocía. Yo tenía un cabello rubio y largo, mi madre me lo iba a cortar cuando cumpliera los siete, faltaba tan poco… Tuve suerte de coger a papá por el cinto, hacía poco lo había comprado. Parecía no haberse salvado nadie más”.

Un tío paterno los reconoció desde un curvato donde se había guarecido. “Allí el viejo me dejó y salió en busca de mamá. “Pudo encontrarla junto a mi hermana Noelia, a la que le decimos Neyi. La vieja al verlo le dijo a Noelia que venía el diablo y se desmayó. Todos quedamos medio alocados. En pocas horas se destruyeron familias enteras, de otras quedaron bastante pocas personas. Perdimos cuatro hermanos, tíos y abuelos. Al viejo le dijeron que un hijo suyo estaba por La Habana, fue hasta allá y regresó sin encontrarlo. “De nada valieron los rezos, el augurio se hizo realidad”.

La maravilla pequeña, como la describiera un poeta santacruceño, volvió a levantarse, sin odio al mar. Los sobrevivientes que aún están con vida, junto a su pueblo, volverán a peregrinar este nueve de noviembre hasta el cementerio. En la tumba, donde descansan los restos de muchos de los fallecidos de aquella aterradora catástrofe, abundarán las flores y sentidas palabras de recordación.
(Iliana Pérez Lara/ Radio Santa Cruz)