Huracán sin nombre causó pesadilla enlutada hace más de 80 años en localidad santacruceña


Santa Cruz del Sur, 9 nov.- Lo habitual, hombres descalzos preparando las viejas artes de pesca para salir a capturar los peces de temporada. Bambolean los botes expresando los deseos de navegar. Vienen una y otra vez las jaranas a las que no les falta el “anzuelo” del día. Es la gente de los dicharachos, los que llevan motes de aves y de la fauna marina.

Se repite lo cotidiano en un pueblo construido a la orilla del mar, en los que comerciantes y personas laboriosas de la clase más humilde desean florecer económicamente en la medida de sus posibilidades.

El mar no entiende de estacadas cuando el viento sacude del sur. Ningún animal de escama se aventura a aletear en las fangosas calles y callejones inundados de agua salobre, el atrevimiento la convertiría en su presa.

Hay quienes disfrutan esas inundaciones para remar por el interior del poblado. Las chalupas andan de un lado para otro, quienes las dominan beben el agua ardiente más elevado en grados de alcohol. Nadie piensa en el peligro, nada puede pasar, pues el cura bendijo a todos los habitantes y oró millones de ave Marías para que los ciclones no tomen esta ruta.

Siempre pasa lo mismo, un poco de oleaje, breves ráfagas de aire mal humorado para impedir los quehaceres y sanseacabó. Las viviendas, las instalaciones del comercio son de buena madera; el teatro tiene los mejores cimientos, es de mampostería. Se sentían protegidos los santacruceños, porque los muelles enfrentarían imbatibles cualquier vendaval atmosférico.

Algunos comienzan a sentir un rugido que llega de lejos, tratan de buscarle explicación pero sus cavilaciones quedan sin argumentos. Era el 9 de noviembre de 1932.

La brisa pierde la inocencia, se torna fuerte, alcanza potencia inesperada. Es algo distinto. Hay quienes presagian lo que va a suceder, se alejan del peligro con sus seres queridos y las cosas imprescindibles. Los menos temerosos esperan, la normalidad para ellos volvería pronto.

El bramido de algo tenebroso es bien escuchado. Otros logran ser convencidos, a duras penas se distancian a toda prisa. Minuto a minuto el mar tiende el cerco mortal desde la cañada. El tren gestionado por falta de pago no fue oportuno, para Gerardo Machado, el presidente de turno y sus secuaces, las vidas humanas de este entorno camagüeyano no valían nada.

De nada valieron las aves María, el huracán sin nombre se posesionó demoledor. Suplicas, gritos y llantos se perdieron entre las marejadas y los desatinados gruñidos del siniestro fenómeno.

Al cura se le agotó la voz entre las empalizadas y el frío. La iglesia perdió la cruz; todo se vino abajo. Los cadáveres pertenecían al cementerio del violento mar; aquellos que trataban de sobrevivir aferrándose al destino oraban por la salvación de sus almas y las de los difuntos.

Más de tres mil fueron los muertos. Las pérdidas materiales valoradas en esa época estuvieron cercanas al millón de pesos. El huracán sin nombre dejó a hijos sin padres, a padres sin consuelo, a familias que nunca más se recuperaron de las consecuencias del tétrico suceso.