Historias de un respetable barbero

A Pablo Cardero Vega, barbero ya retirado, su antigua clientela no lo olvida, incluso ni los calvos, tampoco aquellos que en su niñez dejaron los gritos impregnados en los oídos de este respetable señor de las tijeras, las navajas y la ruidosa máquina con la cual dejaba una sencilla moñita a los pequeños a petición de los progenitores, interesados en demorar el retorno al inmueble.

Las anécdotas sobre cómo se inició en el oficio las comenta muy campante sin ponerle ni quitarle comas ni palabras este ciudadano nacido en el poblado Niquero, ubicado en la parte más Oriental de Cuba. “¡Oiga compay!, a mí emociona hablar de eso”.

“Se lo juró de verdad, nunca jugué a ser fígaro. Desde que tenía 8 ó 9 años esa labor a la cual quería dedicarme cuando fuera grande la tome siempre en serio. Escúcheme y luego tome notas: De vez en cuando cogía una tijerita de mi madre Felíz, herramienta que ella empleaba para cortarle las plumas a las gallinas, y hacía algunos peladitos a los muchachos del barrio.

“Algunas “cucarachitas” les dejaba en la cabeza, pero nunca se fueron disgustados. Al cabo de los días regresaban pidiéndome les cortara el cabello. Era mejor así, que sacar los quilos para pagar un barbero. Lo de los pobres, en aquella retorcida época, era buscar los centavos trabajando como mulos y aliviarles con algo de comida el estómago a sus hijos.

“Esos mismos marchantes fueron creciendo en tamaño, por supuesto las barbitas y los bigotes comenzaron a brotarles. Entonces quisieron que los afeitara. Imagínese de dónde iba este pobre diablo a sacar una navaja, la cuenta monetaria en mi casa no daba para eso.

“Tomé la decisión de partir varias botellas donde venía envasado el anís escarchado, un licor que en lo particular me gustaba mucho. Escogí los trozos de vidrios más cortantes y comencé a rasurarles el rostro a los usuarios-amigos. La intención salió peor de lo esperado: los rasponazos que se llevaron los espantó por algún tiempo de mi inexperta actividad.

La reconquista de la clientela
“Se me ocurrió que lo mejor sería pagarles a los que se atrevieran dejarse pelar. ¿Pero cómo lo haría, pensé en ese entonces, si no tenía ni un quilito prieto en mis sueños de peluquero? Comencé a observar que en los extensos palmares, las yaguas caían como lluvia de mayo.

“Ese tejido fibroso se desprende de lo alto de las palmas reales; lo pagaban a precios mínimos aquellos que querían forrar o techar sus casas. Nada más daban un centavo por cada una. Como había muchas personas interesadas en el minúsculo negocio, no me podía descuidar, de lo contrario no cogía una yagua. Cuando lograba atrapar alguna se la cedía al gallego Emilio Bouza: la paga estaba asegurada.

“Si acumulaba diez centavos, podía chiflar y darle gracias a Dios. Ese me posibilitaba ofrecerle a los desconfiados marchantes uno ó dos centavos, por dejarse pelar y tirarles un afeitadito, algunos aceptaron, otros exigían hasta tres quilos… el riesgo lo exigía.

“Antes de finalizar el servicio les retiraba el pelo aglutinado en los hombros y espaldas, no con talco por supuesto, eso era harina de otro costal, las cenizas del carbón era el producto sustituto. Los usuarios saltaban, y no precisamente de regocijo, sino del ardor que sentían, el vidrio había hecho de las suyas y las cenizas lo que le pertenecía”.

… Continuará