Hasta siempre Comandante

[:es]A Fidel, llévele este abrazo[:]

[:es]

Obedeciendo más al apremio del reloj que al sentido común, y sin darle mucha importancia a las bravatas de la madre natura, salimos al encuentro del héroe: o lo entrevistábamos ahora o perderíamos el testimonio. Con la agenda llena, y casi nada de tiempo, solo quedaba una opción: desafiar la amenaza.

Después de tres jornadas sin pistas del astro rey, en medio de un día tempestuoso, no suponíamos que minutos después el sol irrumpiría y mucho menos que lo hiciera de un modo tan raro. Antes de que el reloj marcara las nueve, ya la atmósfera estaba repleta de humedad y un amasijo de nubes plomizas cubría todo, amagando con arrojarse desaforadas sobre Dong Ha, la capital de Quang Tri.

En el centro de la urbe, a un costado de la calle identificada con el nombre de Le Quy Dom, comparten espacio el hogar y la tienda de vestidos de novia, propiedad de mi entrevistado. Cuando llegamos al sitio ya la ciudad recibía la descarga del cielo; hubo que correr desde el vehículo hasta la puerta de entrada.

Adentro, sentado, vestido de civil, esperaba un hombre de estatura mediana, ojos minúsculos e historia descomunal. La cabellera tupida y sin atisbo de canas no encubre su edad, porque los párpados, las estrías que lleva en la frente, y el cansancio de la mirada, delatan el rigor con que Nguyen Chi Pi ha vivido su larga existencia.

Casi no acabó de escuchar la primera pregunta. Reaccionó como un rayo: «Señor, no puedo dar entrevistas».
Un trueno articulado en cinco palabras había detonado en los labios del anfitrión. Mas, no había rechazo, sino impotencia en aquella voz; él quería satisfacer nuestra solicitud y no encontraba el modo de hacerlo. Mi colega y traductor vietnamita me habían alertado ya, pero yo dejé que me arrastrara el instinto: «Yo combatí contra los invasores, sí, pero ya tengo 86 años; estoy enfermo; no oigo ni recuerdo nada, ¡nada!, ¿usted comprende?», me dice el anciano.

Asentí con la cabeza, mientras se me despertaba una mezcla de compasión y admiración a la vez. Durante más de una década empuñó el fusil contra los agresores estadounidenses, antes de asumir como Jefe de la Comisaría Política de Quang Tri, comandó un destacamento de tropas especiales, de esas que devinieron la pesadilla de las fuerzas élites de Estados Unidos.

Entre las hazañas militares que realizaron los patriotas vietnamitas, el asalto a la Colina 241 –identificada como Base «Carroll» por los norteamericanos– es una de las más renombradas y en ella estuvo Chi Pi, al frente de sus guerreros, en un enclave estratégico de primer orden. Desde allí los ocupantes garantizaban el dominio total del entorno y en una vastísima extensión de terreno circundante, quien asomara la nariz era blanco de las armas gringas. Los ­yanquis ­emplazaron allí lo más selecto de su maquinaria bélica.

«Reina de la artillería», con ese nombre los invasores y sus títeres bautizaron a la Colina 241. Era una posición impenetrable, pensaban ellos; un razonamiento que no era del todo infundado. La potencia de fuego congregada en la base, las ventajas que su ubicación le otorgaba, junto a las minas sembradas en el perímetro y las nueve alambradas en forma de anillos que la protegían, hicieron de ella una fortaleza casi inaccesible y entre los invasores, la sensación de que eran inalcanzables.

Como dioses, ignoraban –o subestimaban, tal vez– la probada osadía de los integrantes del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur, quienes, el 30 de marzo de 1972, iniciaron el asedio a la base «Carroll». A pesar de la encarnizada resistencia inicial, el 2 de abril los defensores de la Colina 241 se rindieron de manera incondicional. Ese día la «reina…» perdió su corona; se desmoronaba el mito de la invencibilidad de las armas made in usa, y el ejército títere saigonés llegaba al clímax de la desmoralización. Tal fue la proeza en la que Nguyen Chi Pi tuvo participación junto a sus audaces soldados.

La soberanía de Vietnam fue un alumbramiento hermoso y desgarrador: costó más de dos millones y medio de vidas vietnamitas, y una cifra superior de víctimas, entre huérfanos, viudas, y mutilados. Una guerra monstruosa que condenó a alrededor de un millón de seres humanos a nacer y vivir con malformaciones congénitas, producto del agente naranja, y enlutó a más de 56 000 madres norteamericanas, víctimas, como sus hijos, de la brutal arremetida de su gobierno.

¿Serán secuelas de aquella tragedia la sordera y la amnesia de Nguyen Chi Pi, o será simplemente su edad?  No lo sé. Pero el soldado que enfrentó a la ­maquinaria bélica más poderosa y moderna de su época tiene la memoria como el paisaje de su ciudad bajo el aguacero: borrosa, desvanecida.

En un último y casi desesperado intento, traté de abrir el corazón de Chi Pi, tal vez era allí donde este héroe guardaba sus recuerdos sagrados. Tuan Anh se pegó al oído del veterano, como quien trata decir un secreto y le traducía mis palabras en un tono que podía escuchársele a más de diez metros de distancia.

–Señor, yo vine para que usted me hable de su encuentro con Fidel Castro.

–¿De qué?

–De cómo usted conoció a Fidel.

–¿A quién?

–A Fidel Castro.

–¿Al Comandante Fidel?

–Sí. Me han dicho que usted es uno de los combatientes a los que el Comandante Fidel les estrechó la mano en la Colina 241.

–¡Aaah! (sonríe).

En ese instante, después de tres días de invernal estancia en Vietnam, vi el sol por primera vez, cual duende, en los ojos de Nguyen Chi Pi, que movía la cabeza como evocando algo, hasta que repitió una palabra: «¡Fidel!». ¿Qué misterio habrá en ese vocablo de cinco letras, que le devuelve la lucidez a un desmemoriado? Chi Pi lo escuchó y fue otro en cuestión de segundos. La tarde del 15 de septiembre de 1973 volvió a él, como atraída por la resonancia del nombre.

Ahora la voz del anciano sumaba un entusiasmo que regresó desde 44 años atrás y empezó a «tronar» sus vivencias del encuentro con el líder histórico de la Revolución Cubana: «Yo no me encontraba en la Colina 241 el día de la visita del Comandante, sino en la base de entrenamiento. Allá fueron a buscarme en un coche y me informaron que de inmediato debía asistir a un mitin».

«Al llegar encontré a Fidel; ¡qué ­sorpresa! Él estaba sobre una plataforma, junto a Pham Van Dong, y saludaba así (mueve de un lado a otro su mano derecha abierta y colocada en posición vertical). Abajo, la muchedumbre estaba enardecida».

Fidel sonreía y elogiaba a los combatientes de Quang Tri, y a los de la Colina 241, por sus proezas. «Decía: ¡qué ejército, qué tropa, qué combatientes, cuántos héroes extraordinarios, ustedes son muy bravos y audaces! Nos dijo que nuestro ejército no podría ser derrotado, y que el encuentro era un honor para él. Pero en verdad el honor era para nosotros. Se veía asombrado por lo rápido que pudimos destruir las fortificaciones enemigas y tomar la Colina 241, estaba seguro de que los yanquis nunca pensaron que nosotros los íbamos a derrotar en esa altura. Y en ese momento anunció que pronto obtendríamos el triunfo final. Él tenía la razón, porque así mismo ocurrió».

El Comandante comparó al futuro de Vietnam con el sol, agradeció el gesto de los combatientes de Quang Tri, quienes le regalaron un tanque m-48 arrebatado a las tropas enemigas en un combate: «él dijo que en Cuba estudiarían la mejor forma de destruir tanques como aquel, y que aprenderían nuestras tácticas de guerra. Nosotros reíamos y aplaudíamos».

Fidel tomó en sus manos la bandera del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur, «la movió de un lado a otro y nos exhortó a que la colocáramos en Saigón, tal como se hizo en 1975. Al terminar su discurso, nos dio la mano; yo me emocioné mucho en ese estrechón, fue muy estimulante».

«Después de aquella visita, en una ocasión se me designó para viajar a Cuba, pero tuve dificultades y no pude hacerlo; me quedé con el deseo de conocer a esa Isla tan querida».

– ¿Y cómo recibió la noticia de la muerte de Fidel Castro?

– ¿De qué?

– De la muerte de Fidel Castro.

– ¡Que Fidel Castro murió!

–Así es, señor. El Comandante en Jefe falleció en la noche del 25 de noviembre último.

El tiempo se detuvo. En un instante las nubes plomizas que planeaban sobre Dong Ha irrumpieron en el rostro del héroe. Chi Pi enmudeció y su repentina tristeza nos petrificó. Me sentí culpable. Ignoro cuánto tiempo permaneció el anciano en aquel estado; no fue muy largo. Nosotros retiramos las grabadoras mientras él continuó cabizbajo y ausente, sin hablar, sin pestañear, casi sin respirar. Después alzó la cabeza y me miró fijo.

–¿Quién dijo que el Comandante murió?

No respondí; medité. Había una sutil agudeza en aquella pregunta. Ya erguido, el héroe avanzó hacia mí con los brazos abiertos y un renaciente fulgor en los ojos. Yo estaba a punto de convertirme en su mensajero, y no lo sabía. Lo esperé de pie. Chi Pi, antes de anunciar el mensaje, me impregnó al destinatario en el pecho: «a Fidel, llévele este abrazo».

[:]