Tapa de tonel cambió suerte de santacruceña

Tapa de tonel cambió suerte de santacruceñaPor uno de esos callejones, donde las sombras de los árboles ofrecen protección amigable al viajero, se llega por derecho a la hospitalaria casa donde vive, junto a dos hijos y una nuera, Ada María Ábalo Basulto, una anciana de traslúcida charla a quien no le gusta mencionar el mar ni en broma y mucho menos volver a acercarse al litoral costero, porque el pánico a esa masa de agua salada le traumatizó ese deleite tantas veces disfrutado siendo una infante.

Ella es otra de las personas que logró salvar milagrosamente la vida en aquel tétrico lance desbocado en olas y ráfagas de vientos desenfrenados.

La vida del pequeño pueblo de pescadores y comerciantes se caracterizaba por el constante movimiento en los muelles, puestos de ventas, los pregones callejeros y la gentileza de la vecindad. Allí el respeto y la armonía vecinal sobresalían en los residentes.

Como la familia campesina Ábalo Basulto vivía en Guaicanamar, uno de los barrios que existió en Santa Cruz del Sur, determinó mandar a estudiar, a Santa Cruz del Sur, a la antepenúltima de las hembras, porque no tenían los recursos económicos necesarios para garantizarles esa posibilidad a los siete varones y las otras cinco mozas.

Fue así como Ada es llevada por su progenitor a la casa de Dolores Ibáñez Basulto, una prima hermana casada con Oscar Oller, quien ya se había establecido como negociante, poseía inmueble propio, sirviéndole a la vez de vivienda y almacén, para la venta de diversos víveres.

“Mi obligación era ayudar a la parienta cuidándole la niña; además ir a la escuela para aprender a leer y escribir. Las clases no las recibíamos todos los días porque la maestra aunque vivía en Santa Cruz, faltaba bastante. No sé por qué motivo estaba siempre enferma, por eso progresé poco”.

Sobre una gran vivienda afirmada sobre pilotes convivía María. “Era como una fortaleza de madera… inmensa de grande. Así es como recuerdo todos aquellos hogares, pues como el mar, cuando había mal tiempo, inundaba las calles, debían de tener una considerable altura para evitar la entrada del agua a los domicilios”.

Como otros tantos colindantes, Oller y su familia residían en la calle de atrás, cerca del lugar nombrado La Playita, aunque a escasos metros del litoral marítimo, el sitio era propicio para sentirse confiados: la desahogada construcción lo favorecía.

Singular Cambio

Algunas lloviznas el día ocho de noviembre en horas de la noche, con el acompañamiento de algún viento, propio de la zona ribereña, no era causa turbadora.

“Ya el nueve a las siete y piquito de la mañana el agua en las calles le daba a la gente adulta en la cintura… Momentos más tarde vino otra ola un poco fuerte, lo que hizo subir el nivel. En la vivienda donde yo estaba el mar ya le llegaba a medio cuerpo a los mayores…”

“Otra ola, comenta, nos puso a todos a temblar… iba dominándolo todo. A Oller le llegaba al pecho, menos mal que él como precavido al fin, había subido a mi tía, su esposo, las tres hijas y a mí, encima de una estiba de sacos de arroz, azúcar y frijoles: parecíamos estar a salvo, hasta que un vientazo arrancó el techo…” .

Quedaron agarrados de una viga. “Poco a poco el agua y las ventoleras se fueron llevando a mis parientes, quedé sola sin saber cómo salir de allí, hasta que vi flotar una gran tapa de un tonel (enorme vasija de madera para el almacenaje de agua en los hogares). Me zafé de la viga y en cuanto caí sobre el oleaje fui directo a la gran pieza, colocándome, sobre ella, boca abajo”.

Las manos de Ada a partir de ese momento se sujetaron forzudamente al madero. Era una niña de once años de edad batiéndose contra el frío, el hambre, el desamparo… “Le pedí a Dios, si estaba para morirme, me matara un palo, pero no fallecer ahogada”.

Aquel vestidito que llevaba puesto, de una tela poco llamativa, había quedado hecho ripios. “Nada se veía. Todo estaba cubierto por una espesa neblina; apenas podía subir la cabeza, las cosas volaban en el espacio… cualquier objeto te podía matar… Estaba empapada, sentía mucho frío… no quería pensar, para qué, si nadie podía ayudarme. Dije para mis adentros: este pueblo se quedó sin gente”.

Empujones salitrosos

Sobre la espaciosa cubierta el cuerpecito casi inerte de Ada María había sido fustigado sin compasión. ¡Cuánto aguante!… otra persona en su lugar con igual edad o mayor, tal vez no hubiera soportado tanto: “No sé cómo pude lograrlo, fueron muchas horas a la intemperie… Todavía tengo aquel frío del demonio metido en los huesos”.

Los empujones salitrosos la fueron llevando hacia una descomunal palizada. En la medida que fue bajando el nivel del mar tuvo la oportunidad de quedar en un lugar seco. Allí la sorprendió el amanecer del 10 de noviembre de 1932. Un vecino al verla le avisó a Oscar Oller, no siendo portador de alentadora noticia. “Oí al esposo de mi prima hermana mencionar ni nombre, lamentándose hallarme muerta, entonces me moví”.

Le cambió el semblante al comerciante, aunque: “Zafarme de la tapa le costó trabajo, porque me había aferrado de tal manera que parecía estar clavada”. Tras recibir algunas atenciones de la familia, decidieron irse en el tren hacia Camagüey: un auxilio llegado demasiado tarde. La niña no fue pasajero de uno de los coches, porque “un hermano y cuñado míos vinieron a buscarme sin saber a ciencias ciertas cómo yo estaba, si viva o muerta”.

Salir de Santa Cruz del Sur le resultó desagradable: “Debíamos ir dando brinquitos para no pisotear la multitud de cadáveres. Eran tantos… los quedados debajo de las lomas de maderas, que a todos no se les pudo dar sepultura, y el gobierno de Machado mandó a quemar esos cuerpos a fin de evitar las epidemias”.

Durante varios días las fiebres y las pesadillas le trastornaron el sueño. “Pensé haber quedado loca, no era para menos…. De mis parientes cercanos sólo una prima de 22 años pereció… pero otras familias desaparecieron completamente, muchos niños quedaron huérfanos adoptados por otras personas en Camagüey… fue triste, muy amargo todo aquello…”

“Volví a Guaicanamar, al que todos los santacruceños nombramos luego Flor de Mayo… aquí he vivido hasta el sol de hoy, exactamente en Ocujal, un sitio alejado del mar. Aquí esperaré mi cumpleaños 95 el dos de enero, si Dios quiere”. (Raúl Reyes Rodríguez/ Radio Santa Cruz)