Centenaria Josefa Anaya: El trabajo no mata a nadie

Centenaria Josefa Anaya: El trabajo no mata a nadieLos mimos de parientes, el cariño perpetuo de los vecinos y los delicados cuidados de los seres queridos, entusiasman los deseos de existir de una anciana que no esperó vivir tanto. Josefa Anaya Matamoros posee la dureza física heredada de su padre, el que dejó de existir a los 105 años, “y ya yo cumplí los 100”. Veremos si puedo llegar a la edad con la que papá falleció”.

Accede a la entrevista vestida con una fina bata de casa de color azul y una delicada amapola de blanca tonalidad colocada en el plateado cabello. Un perfume para la ocasión emana, hipnotizador, desde la misma epidermis, donde las arrugas nunca han podido aproximarse, “porque como pobre que fui, comí bastante boniato con miel. Me gustaba bañarme sin calentar el agua y en la cara, al despertarme, me echaba agua bien fresca”.

La anciana nació en el 1912 en El Guanito, poblado cercano a Niquero, en la región oriental del país. “Los viejos tuvieron otros ocho hijos, de los que ya han muerto cuatro”. Quiso el destino fuera la mayor de las hembras, teniendo por lo tanto, bastantes obligaciones que no le permitieron estudiar, ni hubo espacio para los juegos propios de la infancia.

“A los 12 años de edad- rememora- pude ir a la única escuelita creada en la casa de un pariente mío. Sólo asistí un mes. Mamá había parido nuevamente… la lavadera de pañales me tocó, como también apoyar a papá en la siembra de maíz y otros productos”.

El tronco de la familia no tenía mucho tiempo para realizar labores agrícolas, labrar la madera en fatigosas jornadas le robaba sudores por apenas nada. “Asumí la chapea de la malva de castilla. Preparar el terreno para la plantación fue deber al que no podía renunciar, ya que el viejo ganaba 40 ó 50 centavos al día. El boniato, el plátano y el maíz nos mataron mucha hambre. Apenas teníamos ropas, por ejemplo, yo poseía dos vestidos, el que llevaba puesto y otro en la batea cuando se ensuciaba. A nosotros nos sobraba la miseria”.

La Anaya aprendió a construir hornos para hacer carbón, que daban 60 y 70 “sacas, sacas bien grandes… nunca se me quemó ni uno solo de mis hornos. En la memoria y en el cuerpo, llevo el peso de la guataca, el machete y un hacha de cinco libras con la que labré traviesas para la vía férrea… eso demuestra algo: el trabajo no mata a nadie”.

El guarapo de caña endulzaba el café claro del infortunio. Los campesinos y sus descendientes se acostaban y amanecían con las mismas calamidades. “Había que arreglárselas así, no conocimos un cine, ni una diversión y requetemenos, juguetes de calidad. Pasamos por la niñez sin disfrutarla. Desde que uno aprendía a caminar era para acometer obligaciones muy fuertes por los padres y los hermanos… por la familia, se hace cualquier sacrificio”.

La cura la propiciaba el monte

A Josefa no la detuvo jamás un dolor, las hojas de salvia quitaban los malestares de cabeza. “El monte-dijo- tiene todas las yerbas para los remedios. Las hojas maduras de guásimas se hervían con el pelo del maíz y las patas de grillo, para los problemas de los riñones. Hacer eso no costaba dinero, pero en Niquero si algún pobre iba a atenderse con los Doctores Cardellá y Miguel Ángel de la Guardia, con qué dinero les iba a pagar. Mucha gente se murió, pero muchísimas personas se salvaron tomando los remedios caseros”.

Y destapa recuerdos: la cicatrización de las heridas a base de sumo de salvia y aceite de comer; el bejuco asado en ceniza-nos comentó- se lava y se le mezcla con el café claro: ¡Oiga!, no hay parásito que no salga… La hoja de la mata de algodón, salvia y quita dolor detienen las diarreas. Puedo hablar mucho más de remedios en otro momento. Sí le digo, y no soy mentirosa, que nunca fui enfermiza, pero ya, a estas alturas, padezco de la presión alta y la diabetes. Las dos enfermedades están controladas gracias al cuidado que me dan aquí en la casa”.

De la madre aprendió a ser partera, asevera, haber caminado junto a su progenitora y luego sola, gran cantidad de kilómetros para asistir el parto de una mujer. “No había otra alternativa que hacer algo más por la vida”.

Un pescador capturó el sí del corazón

Centenaria Josefa Anaya: El trabajo no mata a nadie“Me casé con un hombre que me llevaba diez años, cuando me faltaban 20 días para cumplir los 18 años. Como pescador al fin, era bruto, no sabía leer ni escribir. Él me enamoró diciéndome: ¡Esa sí es una mujer de trabajo! Se llamaba Clemente, sólo la muerte me lo llevó. Duramos juntos muchísimo…. Nunca me maltrató. Estuvimos unidos más de medio siglo”, manifiesta emocionada.

A él se entregó en la propia caseta “donde me llevó a vivir, sin comodidades. Un mar sereno ante nuestros ojos nos incrementó los deseos de crear familia. Tuvimos ocho hijos…ya han fallecido cuatro. A veces despierto llorando porque los recuerdo… eso se me pasa enseguida porque la familia ha crecido bastante. Tengo 38 nietos, más de 40 bisnietos y 30 y tantos tataranietos”.

Evocaciones verde olivo

Josefa supo de la salida de Fidel desde México junto al resto de los expedicionarios, en la casa de Ángel Pérez y su esposa Lala Cañada. “Un hombre llegó allí estando yo presente y le dijo a Ángel que un señor venía con otros, y era necesario que hiciera comida”. Con Ángel y Lala tenía gran amistad: “ellos confiaban en mí. Me solicitaron ayuda y como he sido siempre voluntariosa ayudé a matar un puerco. Uno de los perniles lo mechamos convirtiéndolo en jamón dulce y las tripas las hice morcillas”.

Una mala noticia la distanció de allí, “por lo que no pude conocer a Fidel personalmente. Avisaron de la muerte de un niño, sobrino de mi esposo. En el trayecto para el velorio el Teniente Ortega, retirado de la guardia rural, me dijo: Oiga la cosa está mala. Le pregunté porqué decía eso, entonces él me comentó que había llegado un barco por Las Coloradas y no se sabía quiénes eran los que ahí venían”.

La guardia rural se movilizó al correr la noticia. “Un avión al que le decían La Catalina, del cuartel de Niquero, comenzó a disparar, las bombas lanzadas desde el aparato sonaban duro: ¡bum, bum, bum!. A los muchachos los apilé para adentro de la casa. Si nos mataban sería a todos juntos. Los militares de la dictadura no creían en nadie”.

“Al volver- indica- por el hogar de Ángel y Lala supe de los uniformes verde olivos, capas y medias dejados por Fidel y su gente, por estar empapados. Ellos tendieron todo eso pero los guardias enfurecidos se llevaron todo”.

Por el bohío del compadre Marzo Herrera, en el propio Bereón, de Las Coloradas, encaminaba los pasos frecuentemente esta centenaria fémina. “Quiso el destino que conociera a Juan Almeida, quien luego llegó a Comandante. El rebelde pasó la tropa cerca de la colmena del compadre, tuvo él la mala suerte que una de las abejas lo picara encima de la ceja derecha. Se le estaba hinchando y yo me ofrecí a curarlo. Le unté limón con sal donde de donde brotaba el dolor, acto seguido le puse un cuchillo de plano y le saqué la figa. Almeida sonrió y me dio las gracias”.

Un beso para Fidel

La madre educadora, la abuela abnegada, la cederista y federada, que desde el año 1960 vino a asentarse en esta localidad, fue entusiasta machetera en los trabajos voluntarios, incansable en la recogida de algodón. Ahora no pierde la oportunidad de enviarle un beso a Fidel. “A él le debo también haber llegado a los 100 años”.

La esperanza de vida promedio en ambos sexos en la provincia de Camagüey es de 78.12 años, en las mujeres se eleva a 79.78, mientras en los hombres es equivalente a los 76.48, debido a los diversos programas establecidos en la Salud Pública, donde se involucran profesionales y técnicos del sector, para ofrecer atención priorizada al adulto mayor, seguimiento continuo a las enfermedades crónicas no transmisibles, apoyándose en el programa de promoción para la salud, vinculado a la realización de ejercicios físicos y una alimentación balanceada. (Radio Santa Cruz)