El libro en la familia; la Feria en la Cultura

El libro en la familia; la Feria en la CulturaJORGE ÁNGEL HERNÁNDEZ PÉREZ (*)

Cada año, la familia cubana se cuelga de la expectativa que genera La Feria del Libro, primero en La Cabaña, y demás puntos de la capital, y de inmediato en el resto del país. Más que propaganda, o divulgación, las informaciones de víspera responden a la demanda de la población respecto a sus necesidades. Más que anuncio de autores de bestsellers, figuras de las letras en Cuba y en el mundo, visitantes y obras clásicas, la gente demanda qué lleva en esencia ese producto, qué pudiera dejar para sus vidas después del instante del placer o de la utilidad pedagógica inmediata.

Nuestros libros, al menos cinco veces más caros que antes del derrumbe del campo socialista europeo, desaparecen de los estantes de las librerías con más rapidez que entonces. Más que adquiridos, son devorados por toda la familia, que con frecuencia puja en sus colas como si luchara productos de primera necesidad en tiempos de máxima escasez. No hay más que verlo, para comprender hasta qué punto el libro se materializa como un beneficio elemental de su existencia, compitiendo en plena propiedad con la difícil canasta de todos los gastos familiares, forzando a prescindir de tales y cuales ejemplares. No son las supernovas de mercado las que fascinan a nuestros lectores, sino las obras de fuerza literaria, las de valor universal e intrínseco.

Téngase en cuenta que, antes que como materia prima, el libro cubano se recicla como ejemplar "raro o de uso", y adviértase que, en ese especial proceso de reciclaje (o de reventa, dicho a la manera de los chiflados por el marketing), es aún más difícil para los compradores naturales adquirir aquellos títulos que no alcanzaron como novedad.

Obsérvese además que la envoltura material, el aspecto y hasta el papel y la tinta de esas ediciones, andan lejos de conseguir el calificativo de competitivo en estricto carácter de mercadotecnia. No obstante, vecinos, familiares, amigos o conocidos no vinculados al gremio de la literatura, suelen interpelarme no solo para resolver determinados títulos (pues suponen que al ser escritor cuento con plenas posibilidades para ello) sino, lo que resulta aún más asombroso, para reclamar que determinada obra adquirida no cumple con sus expectativas, o para sostener ideas que bien quisieran compartir o, incluso, desmentir. Son índices, es obvio, pues sería absurdo imaginarnos que once millones de habitantes se dan en armonía febril y complaciente a la lectura, de una vez y por todas precipitándose al estatuto martiano de ser imprescindiblemente libre a través de la cultura. Pero son índices de resultado que no dependen de inmediatas campañas o de medidas emergentes, sino de acumular sobre la sociedad bases humanistas y esperanzas ciertas de progreso.

Cada provincia organiza su Feria bajo el conocimiento de que sus lectores no quedarán indiferentes con la oferta, que habrá exigencias cada vez mayores y que es del todo imposible abandonar o posponer esas necesidades aún cuando los tiempos se califiquen eufemísticamente de complejos, o difíciles, es decir, con todas sus letras: de crisis económica. Nada fue más difícil para Cuba que el período especial, que de golpe anuló el valor de los salarios y generó un trauma de escasez que tardará mucho tiempo en desaparecer. Pero esas mismas circunstancias, a contrapelo del caos, generaron lectores, escritores; se abrieron para germinar en cultura. Villa Clara fue provincia ejemplar en este caso. De sus experiencias brotaron ideas que son hoy práctica de toda la nación. Por entre las consecuencias de esa crisis terrible se impusieron dos editoriales: Capiro, sacada casi de chistera de mago y a contracorriente de todas las corrientes, y Sed de Belleza. Lectores y escritores no estamos, por ello, tan separados como suponemos, aun cuando al esfuerzo de acercarnos le quede por andar. No son ya índices, sino estrategias que deberemos salvar de los embates.

Cuando se le dijo al pueblo ¡Lee!, en vez de ¡Cree!, no solo se le estaba llamando a ser independiente en plenitud individual, sino a sentar las bases para que la nación rescatara de todas las dificultades, en general artificialmente creadas desde el exterior pero real y crudamente sufridas por todos los cubanos, su inalienable derecho a ser independiente, su posibilidad de resarcirse de los golpes a través de esa misma independencia. A tal punto, que la contrarrevolución ha demorado casi medio siglo de bloqueo, para untar con resina cultural los habituales enlatados políticos, y ello desde los propios desertores que huyen de nuestras desventajas y de la competencia interna, donde su ausencia no ha dejado vacíos ni carencias.

Si la cultura cubana se ha mostrado capaz de resistir al éxodo, a la piratería y el boicot, el lector cubano ha demostrado que buena parte de su capacidad de resistencia la debe a su ejercicio de lectura, a acercarse a los libros por cuánto les revelan y no por su apariencia.

Si los creadores cubanos, con sus escritores en máxima vanguardia, han trabajado para trascender esas barreras de expresión, comunicación y resultado pragmático, se debe también a que su talento individual ha sabido nutrirse de las oportunidades que la nación construida ha puesto en su camino. La Feria es apenas viva exposición de cuanto subyace de fondo: el valor real que el alimento espiritual adquiere para cada uno de nosotros, por diferentes que gustos y tendencias se presenten.

Que así, entonces, cada año irrumpa la Feria del Libro en nuestras vidas: como un torrente en cuya corrida la familia cubana pesca su imprescindible alimento cultural.

(*) Escritor villaclareño.